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HISTORIA DE LA SALVACIÓN |
CAPITULO 10
LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
Todas
las grandes intervenciones de Dios en la antigua alianza estaban orientadas a
la intervención definitiva y plena de Dios, hacia «aquel que había de venir» hacia
el Mesías que establecería el Reino de Dios en el mundo. Este momento -la
plenitud de los tiempos- aconteció cuando «Dios envió a su Hijo nacido de una
mujer» (Gál. 4,4-5). De
hecho, el Antiguo Testamento es una preparación y todo en él anuncia a Cristo
y confluye en Cristo. Él es el centro del plan de Dios (Ef. 1,3-19; 3,1-12).
Con él han llegado los «últimos tiempos» (Heb.
1,2), el «tiempo de la salvación» (2Cor.
6,2). Con su muerte se realiza la victoria de Dios sobre el mal y sobre
Satanás (Jn. 12,31; 16,11). En Él Dios realiza la
alianza nueva y eterna (Mc. 14,22-23). Con Él se
abre el paraíso, tanto tiempo cerrado (Lc.
23,42-43). Por Él se nos da el Espíritu, que transforma el hombre dándole la
nueva vida y realizando la nueva creación (Jn.
19,30-34; 20,22; 3,5; 7,37-39). Él es el centro de la historia, “el Principio y el Fin”, “el Alfa y la Omega” (Ap.
22,13). Él es “el mismo
ayer, hoy y siempre” (Heb. 13,8), “el
que era y es y viene” (Ap. 1,8), continúa presente
en su Iglesia y «no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos»
(Hech. 4,12). CONTEXTO HISTÓRICOEl
Hijo de Dios se ha encarnado en una época y circunstancias muy concretas,
como los mismos evangelistas se encargan de poner de relieve (cfr. Lc. 2,1-3; 3,1-2). a) situación
política. Desde la entrada de Pompeyo en Jerusalén ( En
Palestina reina, puesto por Roma, Herodes el Grande (37- A
su muerte Roma reparte el reino entre sus hijos. Arquelao es nombrado etnarca
de Judea, Samaria e Idumea; cruel como su padre, es destituido años después,
siendo gobernada esta región directamente por Roma por medio de procuradores.
Filipo es nombrado tetraca de Transjordania del
Norte; funda Cesarea de Filipo y a su muerte le
sucede Herodes Agripa I. Herodes Antipas es desig
nado tetrarca de Galilea y Perea; se junta a Herodías,
sobrina suya y esposa legítima de su hermanastro Filipo: la denuncia de este
hecho costará la cabeza a Juan Bautista (Mc. 6,23);
confidente del emperador Tiberio, construye en su honor Tiberíades,
pero cuando éste muere es desterrado y su territorio entregado a Herodes
Agripa I, amigo personal de los nuevos emperadores Calígula y Claudio. Herodes
Agripa I añade el protectorado de Jude, con lo que
vuelve a unirse en él el reino de su abuelo Herodes el Grande, hasta su
muerte (44 d.C.). Para agradar a los judíos
provocará una persecución contra los cristianos (Hech. 12). A su muerte, Roma gobernará directamente por
medio de procuradores (44-66 d.C.). Agripa II, hijo de Herodes Agripa I, recibirá más tarde un reino
insignificante y con él se encontrará Pablo (Hech.
25-26). b) situación religiosa: está
marcada predominantemente por los diferentes grupos religiosos. +escribas: dedicados al estudio y comentario de
la ley, el pueblo los consideraba maestros (rabbí)
y acude a ellos en busca de consejo. Se preparaban con largos estudios al
lado de algún famoso rabí (cfr. Hach.
22,3); d ahí la extrañeza cuando alguien habla sin haber estudiado (Mt. 13,54), La mayoría se encua
dran entre los fariseos. +fariseos: provienen de la época macabea; el nombre -que significa «separados»- indica su
actitud: se consideraban «los puros» y se apartan de lo que no lleve marca
judía, adhirièndose a la ley (particularmente en lo
que se refiere al sábado, la pureza ritual y los diezmos); admiten las tradiciones,
es decir, las interpretaciones de la Ley transmitidas oralmente desde
antiguo. Hombres muy piadosos, caían sin embargo con frecuencia en el
formalismo -el apego a la letra de la ley- y en la
autosuficiencia -la salvación por las solas fuerzas como
consecuencia del cumplimiento exacto de la ley-, lo que les llevaba a
despreciar a los demás como pecadores (cfr, Lc. 18,9-14; Mt. 23). En lo
político son tolerantes con el poder constituido, prefi
riendo vivir tranquilos y no enfrentarse (más aún, eliminando a los que
pueden ocasionar problemas con los romanos: Jn.
11,45-53). Después de la crisis del año 70, los fariseos son el único grupo
que sobrevive. +saduceos: de origen sacerdotal, llegan a su
máxima influencia con los romanos pues son partidarios suyos, y de entre
ellos son escogidos los sumos sacerdotes. Apenas influ
yen en el pueblo. Rechazan la ley oral y no admiten doctrinas como la
resurrección o la existencia de los ángeles (Hech.
23,6-9), Demasiado instalados en lo material (cfr.
22, 31-34; Mc. 12,27; Hech.
24,21), son rigoristas en lo determinado por la ley (cfr.
Jn. 8,1-11; Mc.
14,53.65). Si aparecen menos atacados por Jesús que los fariseos es por su
escasa influencia. +sacerdotes: se dedican sobre todo al culto en el
servicio del templo. La aristocracia sacer dotal
era saducea; sometida al poder civil (el sumo sacerdote era nombrado y
depuesto por los romanos) ha llegado a perder incluso el sentido religioso.
En la época de Jesús el Sumo sacerdocio lo detenta la familia de Anás. Por el contrario, en el grado menor había buen
número de sacerdotes ejemplares, con espíritu religioso, que ejercían con
esmero las funciones cultuales y orientaban la
oración del pueblo (es el caso de Zacarías y de los mencionados en Hech. 6,7). +esenios: conocidos por las
referencias de escritos antiguos, como Flavio Josefo, Filón y Plinio, se han
dado a conocer sobre todo a partir de 1947 con los descubrimientos de Qumrán. De origen sacerdotal, forman una especie de orden
religiosa con vida común y compromisos como el del celibato y la renuncia a
la propiedad personal. Hondamente religiosos, se consideran miembros de la
nueva alianza y cuidan con esmero las purificaciones rituales y el banquete
ritual. Doctrinalmente son dualistas. Habría
que añadir además los samaritanos y otros grupos de orientación
religioso-política, como los celotas y los
herodianos. Tal
es la situación del mundo a la llegada de Cristo. Tanto el mundo judío (los anawin sobre todo) como el mundo pagano (religiones mistéricas, filosofías diversas) se caracterizan por un
profundo anhelo de salvación. Se experimenta sobre todo la opresión que es
consecuencia del pecado (Rom. 3,9) y que hará que
muchos acojan la salvación gratuita concedida por Dios en Jesucristo (Rom. 3,23-25) Por
lo demás, la unificación del mundo bajo el imperio romano va a favorecer la
rápida expansión del mensaje cristiano. EVANGELIO DE JESUCRISTO, HIJO DE DIOSCon
estas palabras comienza el evangelista San Marcos su relato, en el que
pretende presentarnos la Buena Noticia -eso significa evangelio- acerca de
Jesús, que es el Mesías y el Hijo de Dios, o mejor, la Buena Noticia que es
Jesús. En efecto, la plenitud de los tiempos está caracterizada por la
«venida» o encarnación del Hijo de Dios. El evangelio es el mismo Jesús, su
misma persona, no un conjunto de doctrinas y normas morales; estas existen y
tienen sentido sólo desde Cristo, porque lo esencial es la adhesión a Él (es
significa tivo que la primera acción de Jesús al
empezar su vida pública sea llamar a algunos a seguirle: Mc.
1.16-20; Jn. 1,35ss). Jesús
recapitula en sí mismo toda la historia, no sólo la del pueblo de Israel,
sino la de la humanidad entera (este es el sentido de la genealogía de Jesús
en San Lucas 3,23-38; la de San Mateo 1,1-16 le presenta como culmen de la
historia del pueblo de Dios). Y recapitula en sí mismo la creación entera, el
universo entero (Col. 1,15-17), siendo además el Creador de todo (Jn. 1,3.10). En
los evangelios Jesús se muestra profundamente humano; multitud de detalles lo
ponen de manifiesto: se alegra, se cansa, llora, se encoleriza, acoge y
atiende a las perso nas...
Pero, a la vez, de su persona y comportamiento emana una sensación de
misterio: su santidad, la fuerza de su palabra, sus milagros, su serena
majestad, su íntima relación con Dios... producen admiración y asombro y a
veces temor. Podemos
resumir el misterio de Jesús en tres fases (cfr.
Fil. 2,6-11): a) encarnación. Cristo
no ha empezado a existir en un momento concreto; como Verbo ya existía junto al
Padre en diálogo eterno de amor (Jn. 1,1). Lo que
ha ocurrido en la plenitud de los tiempos es que «se nos ha manifestado»
(1Jn. 1,2): el Verbo se ha hecho carne naciendo de María Virgen y ha plantado
su tienda entre nosotros (Jn. 1,14; Gál. 4,4). La palabra «carne», que significa la condición
débil y caduca del hombre (cfr. Is.
40,6-7), pone de relieve el realismo de la encarnación. Por ella el Creador
se une a la criatura y entra en la historia humana. Sin dejar su condición
divina, el Hijo de Dios se rebajó tomando la condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres y actuando como hombre (Fil. 2,7). Verdadero Dios y
verdadero hombre, Jesús es el Hijo muy amado del Padre, ungido ple namente por el Espíritu (Mc. 1, 10-11). Libre de pecado (Heb.
4,15), está unido a nosotros por su humanidad que le hace hermano nuestro (Heb. 2,17) y más aún, por su amor. b) la pasión. Este
amor se manifiesta de manera suprema en la muerte de Jesús por nosotros (Rom. 5,6-8). Una muerte en la que el Hijo muy amado del
Padre se entrega consciente, libre y voluntariamente movido por el amor y la
obediencia a su Padre y por el amor redentor a los hombres pecado res. De
este modo, gracias a su obediencia hemos sido salvados (Rom.
5,19) y ha quedado restaurada la alianza de Dios con los hombres (Mt. 26,28). En contraste con los inútiles y estériles
sacrificios de la antigua alianza, el sacrifico único de Cristo es de una
eficacia universal, perfecta y definitiva (Heb.
8-10). Realmente Él es «el Corde ro de Dios que
quita los pecados del mundo» (Jn. 1, 29). En la
cruz Jesús destierra definitivamen te el poderío de
Satanás y reina atrayendo hacia sí a todos los hombres (Jn.
12,31-32). c) resurrección. Si
San Juan contempla la cruz como inicio del triunfo de Cristo, San Pablo la ve
como el extremo de la humillación (Fil. 2,8). En todo caso culmina con la
resurrección, que es la acepta ción por parte del
Padre de la ofrenda total que Jesús hizo de sí mismo en la cruz; en la pasión
Jesús se entrega -hasta el extremo- al amor del Padre que le inunda con su
gloria en la resurrec ción
precisamente como consecuencia de su obedien cia. La resurrección no significa sólo vuelta a la vida,
sino glorificación, paso «de este mundo al Padre» (Jn.
13,1); la humanidad de Jesús queda inundada por la gloria de la divinidad y
es cons tituido Señor del
universo (Fil. 2,9-11). Precisa mente en su condición de Señor es poseedor
del Espíritu Santo y lo derrama sobre los hombres (Hech.
2,33; Jn. 20,22); y como Señor permanece presente
en su Iglesia hasta la consumación de los siglos (Mt.
28,20). HIJOS EN EL HIJOLa
llegada de la plenitud de los tiempos reclama de los hombres una reacción
adecuada: «Daos cuenta del momento en que vivís» (Rom.
13,11). La venida de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Ya no es el
hombre quien busca a Dios, sino que Dios ha salido al encuentro del hombre.
Jesucristo es el único Salvador del mundo (Hech.
4,12) y por eso reclama la fe en sí mismo (Jn.
14,1) cosa que nadie fuera de Él ha osado pedir. Y no caben posturas ambiguas
o neutras, pues no acogerle es en realidad rechazarle (Lc.
11,23; Jn. 3,18). La
actitud fundamental ante Jesús es la fe, una fe que es adhesión a Cristo y
acogida incondicional de su persona en nuestra vida. Esta fe, al abrir las
puertas a Cristo, trae consigo la justificación y la salvación (Gál. 2,16), la vida eterna (Jn.
3,36), renueva al hombre y hace de él una criatura nueva. Más aún, al acoger
a Cristo y dejarle vivir en sí mismo, el creyente es convertido en hijo de
Dios (Jn. 1,12; Gál.
3,26) pues Cristo reproduce en el cristiano su misma vida filial de relación
con el Padre. (Gál. 2,20). Este
hecho -ser hijos de Dios- es la novedad radical que ha aportado
Cristo, pues no se trata de algo metafórico, sino real, que hace exclamar a
San Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de
Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn. 3,1). Y somos hijos con todas las consecuencias
y «derechos»: intimidad familiar con Dios (Rom.
8,15-16; Ef. 2,18), partícipes de su gloria y de su herencia (Rom. 8,17), cuidados amorosamente por su providencia
paternal (Mt. 6,32)... Unido a Cristo y hecho
partícipe de su Espíritu, el cristiano vive como hijo del Padre instalado en
el seno mismo de la Trinidad ya en este mundo; y esto no es prerrogativa
exclusiva de algunos privilegiados, ya que todo bautizado ha sido
consagrado al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ha sido sumergido -eso
significa la palabra bautizar- en la Trinidad (Mt.
28,19). Así, Cristo no sólo nos da a conocer el misterio de Dios y de su plan
de salvación (Jn. 1,18; Ef. 3,1-12), sino que nos
introduce en la vida divina haciéndonos partícipes de su ser filial. El
hombre así transformado por la gracia es convertido en «nueva creatura»
(2Cor. 5,17; Gál. 6,15), ha recibido por el
bautismo una «vida nueva» (Rom. 6,4), ha sido
creado como “hombre nuevo» (Ef. 2,15) que vive
“según Dios, en justicia y santidad verdaderas”(Ef.
4,24). Todo ello es obra del Espíritu Santo, que derramado en el corazón del
creyente (Rom. 5,5) le hace capaz de cumplir la
voluntad de Dios (Rom. 8,2-4) y abre ante él el
horizonte ilimitado de una vida «según el Espíritu» (Gál.
5,25). Aunque esto no ocurre sin el esfuerzo
de hacer morir las tendencias del egoísmo
-que permanecen en el bautizado- y de secundar el impulso del Espíritu (Gá. 5,16ss). Esta
fe en Cristo desemboca en esperanza (Rom. 5,1-11):
lo que Dios ya ha hecho y nos ha dado es garantía cierta de lo que ha
prometido hacer y darnos. Y desemboca en caridad (Gál.
5,6): caridad para con Dios que se manifiesta sobre todo en
cumplir los mandamientos, en entregarnos totalmente a su voluntad
(Jn. 14,21.23; 1Jn. 2,3-6), y caridad para con los
hombres, que consiste en -transformados por Cristo y llenos de su caridad-
amar «como Él» (Jn. 15,12), es decir, «hasta el extremo» (Jn.
13,1), hasta dar la vida por los hermanos. LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTOCristo
ama a cada persona y la une a sí mismo de una manera nueva completamente
única y personal. Pero, a la vez, no ha querido salvar a los hombres
aisladamente, sino formando comunidad: una comunidad que brotando de Cristo y
del Padre se realiza como comunión de hermanos en Cristo (1Jn. 1,3). Esta
realidad de la Iglesia -vislumbrada en la comunidad del pueblo de la antigua
alianza- encuentra su mejor expre sión en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn. 15,1-10) y en la imagen de la Cabeza y el Cuerpo (Ef.
1,22-23; 4,15-16; 1Cor. 12,12-30). Ellos ponen de relieve que la Iglesia no
es una simple institución humana, ya que tienen una íntima y profunda unión
vital con Cristo -su cabeza y su vid- y que la unión entre sus diversos
miembros tampoco es meramente externa, ya que todos poseen en común una misma
vida (del mismo modo que una misma savia corre por los diversos sarmientos y
la misma sangre por los diversos miembros del cuerpo). Esta
comunión es realizada por el Espíritu Santo, alma de la Iglesia. En
Pentecostés la Iglesia fue bautizada (Hech. 1,5)
solemnemente recibiendo el Espíritu como ley interior (Rom.8,2) y como impulso para anunciar el evangelio (Hech. 1,8). Él la llena de luz, de vida y de fuerza. Él
la conduce a la comprensión y profundización de la revelación de Cristo (Jn. 14,25-26). Él la vivifica y la santifica habitándola
como un templo (1Cor. 3,16) e inspirando la oración de los cristianos (Rom. 8,26-27). Él la enriquece con diversidad de dones y
de vocaciones (1Cor. 12,4-11.28-30; Rom. 12,6-8;
Ef. 4,11-12). Y Él la sostiene en su testimonio de Cristo (Hech. 1,8; Mt. 19,19-20). Comunión
íntima y vital, la Iglesia es también visible y tiene su expresión externa.
Cristo eligió a los discípulos (Mc. 1,16-20) y a
los apóstoles (Mc. 3,13-19), poniendo a Pedro a la
cabeza de todos ellos (Mt. 16,18-19). En ella se
entra por el bautismo «en nombre del Señor Jesús» (Hech.
19,5). Y la Iglesia es edificada y acrecentada por la predicación del
evangelio (Mc. 16,15; Ef. 3,8-11; 1Cor. 9,16; 2Tim.
4,1-2) y por la celebración de la Eucaristía (Jn.
6,48-58). Absolutamente universal, no ligada a un pueblo determi
nado, sino abarcando todos los pueblos, razas y culturas (Ap. 5,9-10), la
Iglesia es sin embargo unja (Gál. 3,28; 1Cor.
12,13; 10,17; Jn. 17,23). Formada por miembros
pecadores ella es en sí misma santa y es el sacramento -es decir, el
instrumento visible y eficaz- de la salvación para todos los hombres y de la
unión de los hombres con Dios y entre sí. Esencialmente jerárquica, todo
miembro está llamado, además de recibir, a colaborar activamente en el
crecimiento y desarrollo de la Iglesia. Esta
comunidad de consagrados (2Cor. 1,1) tiene un miembro eminente y
particularmente santo. María es modelo, tipo y figura de la Iglesia. Todo lo
que la Iglesia está llamada a vivir ha alcanzado ya su plenitud en María. A
la vez ella es Madre de la Iglesia: habiendo nacido de ella la Cabeza, todo
el Cuerpo es también engendrado por ella a la vida divina. Todas las gracias
vienen de Dios con la colaboración maternal de María, que intercede sin cesar
por la Iglesia (cfr. Hech.
1,14). HASTA QUE EL SEÑOR VUELVAEstamos
ya en la plenitud de los tiempos, pero la historia de la salvación debe llegar
aún a su consumación. Desde sus comienzos la Iglesia está orientada hacia la
Parusía, hacia la segunda venida de Cristo; los cristianos permanecen en la
espera «hasta que el Señor vuelva» (1Cor.
11,26). La Iglesia, que está en el mundo sin ser del mundo (Jn. 17,14-16), se encuentra esencialmente proyectada
hacia el futuro en que alcanzará su plenitud. Jesús
mismo habló repetidas veces de su segunda venida (Lc.
18,8; Mac. 13, 24-27). En la misma línea se encuentra la advertencia de los
ángeles a los apóstoles inmediatamente después de la ascensión (Hech. 1,11). San Pablo lo recuerda frecuentemente a sus
comunidades (1Tes. 4,15-17; 2Tes. 2,1ss; 1Cor. 1,8). Igualmente la carta a
los Hebreos (9,22). Y todo el libro del Apocalipsis está transido de la esperanza
de la segunda venida de Cristo, que queda resumida en la oración de las
primeras comunidades: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap.
22,20; 1Cor. 15,23). Nada
sabemos de la fecha de la Parusía, que Dios ha querido positivamente mantener
en secreto (Mc. 13,32). Y casi nada sabemos del
cómo se realizará, pues los textos que hablan de este acontecimiento suelen
estar escritos en un lenguaje de tipo simbólico y apocalíptico en el que es
difícil saber dónde termina la imagen y dónde comienza la realidad. Lo que sí
parece concluirse es que la Parusía estará precedida de un especial
desencadenamiento de las fuerzas del mal contra Cristo y su Iglesia (Mt. 24,4-13; 2Tes. 2,1-12; Ap. 13; 20,,7-10) y que antes
se habrá producido la conversión de Israel (Rom.
11,11-15) y el anuncio del evangelio en el mundo entero (Mt.
24,14). Lo
que sí nos enseña con claridad el Nuevo Testamento es el sentido salvífico profundo de estos hechos. La venida gloriosa y
definitiva del Señor Jesús al fin de los tiempos afectará a la humanidad y al
universo entero. Con ella terminará el mundo actual y surgirá un mundo nuevo
(Mc. 13,31; Ap. 21,1), aunque no podemos saber si
ello implica una destrucción del mundo actual (como parece sugerir 2Pe. 3,10)
o más bien una purificación y transformación del mismo (como parecen indicar
las expresiones de San Pablo). La
Parusía es, sobre todo, la hora de la resurrección general a la vida o a la
muerte eternas, es decir, a la glorificación o a la condenación (Jn. 5,28-29), lo cual indica que se trata de una venida
de Jesús como Juez definitivo y universal (Mt.
25,31-32; 2Cor. 5,10; 2Tim. 4,1.8). En
este momento final todo quedará sometido a Cristo de manera total y
definitiva y Él, a su vez, lo someterá a su Padre, quedando perfectamente
establecido el Reino de Dios, que «será todo en todos» (1Cor. 15,22-28). El
triunfo de Cristo sobre Satanás y el pecado será manifiesto e irresisti ble (2Tes. 2,8). «El
último enemigo aniquilado será la muerte» (1Cor. 15,26), que quedará «absorbida» por el triunfo de
la vida (1Cor. 15,54-57). Desaparecerá también todo dolor y sufrimiento (Ap.
21,4). En definitiva, son la
segunda venida de Cristo será renovado
el hombre entero -incluido su cuerpo: 1Cor. 15,52-53- y todos los hombres que
hayan acogido a Cristo por la fe y la caridad (Heb.
11,6; Jn. 3,36; Mt.
25,34-36). La dicha plena y eterna de los creyentes será la intimidad total y
definitiva con Aquel en quien creyeron («estaremos siempre con el Señor» 1Tes. 4,17) Y todo culmina rá en la perfecta glorificación de Dios (Ef. 1,14). Este
acontecimiento de la
Parusía -independientemente
del momento en que suceda- matiza decisivamente las actitudes de la condición
terrena del cristiano, que es esencialmente «peregrino» hacia
su morada definitiva (Fil. 3,20; Heb. 11,13-16;
13,14). He aquí algunas de estas actitudes: +esperanza: deseo
vehemente de alcanzar lo prometido, confiando en la palabra del Señor; la
venida del Señor y la unión eterna con Él es el objeto esencial de la
esperanza cristiana, mientras que los demás logros son sólo parciales y
ambiguos (cfr. Mc. 8,36). +vigilancia: atención
amorosa a la venida del Señor para no distraerse y enredarse con las cosas
del camino perdiendo de vista lo único que de verdad importa (Mc. 13,33-37); vigilancia que implica conciencia de la
propia debilidad y rechazo de todo aquello que pueda hacer peligrar su
salvación eterna (1Cor. 9,27). +provisionalidad: desprendimiento
de todas las realidades de este mundo, reconociendo que «el tiempo es corto» y «la escena de este mundo
pasa» (1Cor. 7,29-31). +relativización del
sufrimiento, de las dificultades o de la persecución en función de la gloria
que espera y que ellas mismas contribuyen a lograr (Rom.8,18). +alegría que
se apoya en la esperanza de alcanzar la plenitud de la salvación y de la felicidad
(Rom. 12,12). +conciencia de
que todo en este mundo es deficiente en comparación con «lo perfecto» que
sólo vendrá al final (1Cor. 13,9-10). |
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |