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HISTORIA DE LA SALVACIÓN |
CAPITULO 3
ABRAHAM, NUESTRO PADRE EN LA FE
Este
título, tomado de una expresión que aparece en la liturgia (cf. Plegaria
Eucarística I), indica la importancia de la figura de Abraham no sólo para el
pueblo de Israel, sino también para nosotros cristianos. Después
de la llamada «prehistoria bíblica» (Gen 1-11), el capítulo 12 del Génesis
marca un nuevo inicio: tras presentar cómo el pecado se difundía produciendo
la división de los hombres, el libro del Génesis nos muestra cómo Dios toma
la iniciativa de la salvación irrumpiendo en la historia de los hombres, y lo
hace eligiendo a un hombre, Abraham, en el cual «serán bendecidas todas las
familias de la tierra» (Gen 12, 3). TRASFONDO HISTÓRICOLas
narraciones sobre Abraham y los patriarcas que nos recoge la Biblia fueron
puestas por escrito varios siglos después de los sucesos. Mientras tanto
fueron transmiti das oralmente (hay que notar que nos encontramos en una
época de cultura oral en que se ejercitaba notablemente la memo ria). No
podemos pedir a estos textos la exactitud de una crónica (con el paso del
tiempo quizá se han añadido detalles pintorescos o imaginativos, se han
idealizado personajes...); sin embargo, podemos asegurar que la sustancia que
nos transmiten está sólidamente garantizada y que las tradiciones
patriarcales están firmemente enraizadas en la historia. De
hecho, se sabe que los nombres usados en la Biblia eran normales en ese
período, que las costumbres que nos refieren coinciden con las que conocemos
por otros documentos extrabíblicos (y la Biblia los conserva aunque ya no
sean los de la época en que se ponen por escrito e incluso algunas resulten
escandalosas), que el itinerario recorrido por los patriarcas según la Biblia
era el normal en aquel periodo y que sus modos de vida corresponden al de
otros muchos clanes de ese tiempo. Abraham
se inserta en las corrientes migratorias de los primeros siglos del 2º
milenio a.C. Aunque es difícil precisar mucho, se le suele situar hacia el año
MENSAJE RELIGIOSOAnte
todo conviene notar cómo los textos del Génesis subrayan la importancia de la
figura de Abraham: lo hacen mencionando su genealogía (Gén. 11, 10-26), cosa
que normalmente sólo sucede con los grandes personajes (cfr. la genealo gía
de Jesús en Mt. 1), y mostrando cómo Dios le cambia el nombre (Gén. 17,5), lo
cual es signo de que le va a encomendar una misión excepcional (cfr. en el
N.T. el cambio de nombre a Pedro: Mt 16,18). Pues
bien he aquí las principales enseñanzas que la Biblia nos revela en la
historia de Abraham: A) DIOS LLAMA Y PROMETE. La
iniciativa es exclusivamente suya, elige a quien quiere con absoluta
libertad, sin tener en cuenta los méritos previos (Abraham era idólatra: Jos
24, 2-3; después elegirá a Isaac y no a Ismael: Gén 17, 15- Pero
la renuncia está en función de lo que Dios le promete. Si Dios exige tanto a
Abraham -tierra, parentela y familia son los bienes máximos para un hombre
de cultura seminómada- es porque le promete mucho más: «De tí haré
una nación grande... Engrandeceré tu nombre... Por tí se bendeci rán todos
los linajes de la tierra» (Gén 12, 2-3). Le pide que abandone los estrechos
límites de lo conocido para que se lance -fiado en Dios que llama y promete-
a los anchos horizontes de lo desconocido. Sin
embargo, la promesa de Dios parece irrealizable: se le promete una
descendencia innumerable cuando su mujer es estéril (Gén. 11, 30; 16, 1-2) y
él mismo es anciano (Gén. 17, 17; 18,12). Por eso Dios mismo da a Abraham un
signo de su omnipotencia (Gén. 15,5) e incluso afirma explícitamente: «¿Hay
algo imposible para Yahveh?» (Gén. 18,14). Más aún, Dios se compromete en
firme sellando una alianza con Abraham (Gén. 15, 7-21). El
desarrollo posterior del relato mostrará cómo, en efecto, Dios
cumple su promesa con el nacimiento de Isaac. Y en cuanto al otro aspecto de
la promesa -el don de la tierra: Gén. 15,7-, dirigida en realidad a su
descendencia (Gén. 12,7), también Abraham llegará a poseer al menos una
prenda de ella al adquirir la finca de Macpelá (Gén. 23) B) ABRAHAM OBEDECE Y SE FÍA. Al
Dios que llama, Abraham responde obedeciendo, al Dios que promete responde
con un acto de fe. Llama
profundamente la atención cómo reacciona ante la llamada de Dios; en Gén.
12,4 dice simplemente: «Marchó, pues, Abraham, como se lo había dicho
Yahveh»; no media ningún diálogo, no solicita ninguna aclaración, no pone
ninguna objeción; simplemente obedece. Y este acto de obediencia es a la vez
un acto de fe, pues Dios no le había dado ninguna prueba; incluso el futuro
queda en buena parte en la oscuridad de lo imprevisible: «vete ... a la
tierra que yo te mostraré» (Gén. 12,1). Abraham simplemente se
fía de la palabra de Yahveh y se pone en camino. La carta a los Hebreos
comentará, refiriéndose a este hecho: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por
Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia,
y salió sin saber a dónde iba» (Heb. 11,8). Más
adelante se subrayará más explícitamente esta actitud de fe. Ante la promesa
de Dios de una descendencia innumerable, que es humanamente irrealizable
porque él es anciano y su mujer estéril, Abraham hace un nuevo acto de fe, se
fía de Dios y de su palabra (Gén. 15,6). Es verdad que en un primer momento
no acierta a entender que Dios puede realizar acciones milagrosas suscitando
la vida en el seno estéril de Sara, y por eso piensa que la promesa de Dios
se realizará teniendo un hijo de la esclava (Gén. 16); pero poco a poco Dios
mismo va educando a Abraham hacia una fe más plena e incondicional en su
poder. El
momento culminante de esta «educación en la fe» de Abraham por parte de Dios
es cuando Dios le pide que le sacrifique su hijo. Por fin ha nacido el
heredero a través del cual se van a realizar las promesas y sin embargo Dios
le pide que se lo ofrezca en sacrificio (Gén. 22). Dura prueba para este
hombre que una vez más en silencio y sin oponer ninguna resistencia -aun en
medio de la más completa oscuri dad- se fía de Yahveh y obedece ciegamente.
Dios, que le había pedido el sacrificio del corazón, rehusa el sacrificio de
hecho, y en pago de esta fe y de esta obediencia colma de bendiciones a Abraham.
La carta a los Hebreos comentará: «Por la fe, Abraham, sometido a la prueba,
presentó a Isaac como ofrenda ... Pensaba que poderoso era Dios aun para
resucitar de entre los muertos» (Heb.
11,17-19). Es la fe desnuda, despojada de todo apoyo o seguridad humana,
colgada sólo de Dios y de su palabra. C) ABRAHAM, AMIGO DE DIOS. En
Gén. 15,6 se nos dice de Abraham que «creyó a Yahveh, el cual se lo reputó por
justicia». Esta fe absoluta e incondicional de Abraham hace de él un «hombre
justo», es decir, que está en una relación justa, adecuada, correcta con
Dios; esta actitud le agrada a Dios, que al hombre creyente le admite en su
intimidad, estableciendo con él un trato cordial. Así aparece en la teofanía
de Mambré (Gén. 18, 1-15), ese pasaje precioso aunque misterioso en que
Yahveh mismo, acompañado de dos ángeles, visita a Abraham en su tienda y come
con él; Abraham, por su parte, les acoge con extrema hospitalidad (notar que
para un semita el comer juntos era la máxima señal de comunión e intimidad). De
hecho, la Sagrada Escritura le da el título de «amigo de Dios» (Is. 41,8;
Dan. 3,3-5; St.2,23), la más hermosa denominación que un hombre puede
recibir. Y en la continua ción del relato del Génesis vemos que Dios mismo le
comunica sus planes antes de ejecutarlos (Gén. 18,17). Más aún, apoyado en
esta confianza y amistad en que Dios mismo le ha introdu cido, Abraham se
atreve a interceder ante Él solici tando el perdón para las ciudades
pecadoras (Gén. 18,23-33) y consi guiendo la salvación del único justo que se
encuentra en ellas, su sobrino Lot y su familia (Gén. 19,29). ABRAHAM Y LOS CRISTIANOSTodo
lo que hemos visto nos descubre que está plenamente justificado el
calificativo que la liturgia da a Abraham como «nuestro padre en la fe». El es
fundamental no solo en la tradición judía, sino también en la cristiana ( e
igualmente para los musulmanes. En
el N.T. encontramos la afirmación de que con la venida de Cristo Dios ha
visitado y redimido a su pueblo cumpliendo así «el juramento que juró a
nuestro padre Abraham» (Lc.
1,72-73.54-55). De hecho, Cristo es llamado «hijo de Abraham» (Mt. 1,1) y Él es según San
Pablo «la descendencia» a la que la se referían las promesas hechas a Abraham
(Gal. 3,16); de hecho Cristo ha sido constituido heredero de todo (Heb. 1,2). Y
herederos de esas promesas somos también los cristianos, unidos a Cristo y
hechos una sola cosa con Él por el bautismo (Gál. 3, 26-29). Pero no somos
herederos de las promesas de una manera mágica o automática, sino que es
necesario que imitemos la misma actitud de fe de Abraham: «Tened, pues,
entendido que los que viven de la fe, esos son los hijos de Abraham» (Gál.
3,7). Por eso Abraham es presentado como modelo de fe para el cristiano (Rom.
4,18-25): una fe que acepta la palabra de Dios, que se somete a Dios, que
acepta los planes de Dios aunque sean misteriosos y descon certantes y de ese
modo acoge a Dios mismo y su salvación (cfr. también Heb. 11,8-19). En
definitiva, las actitudes de Abraham que la Biblia resalta son perennemente
válidas; más aún, son la condición indispensable para colaborar con Dios en
su obra salvadora y para que se realice eficazmente la historia de la salva
ción: si la historia de acción salvadora de Dios comienza con la fe y la
obediencia de Abraham, un nuevo acto de fe («dichosa tú que has creído porque
lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»: Lc. 1,45) y un nuevo acto de
obediencia («aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»: Lc.
1,38), los de María, darán inicio a la etapa decisiva de la salvación de Dios
en Cristo; y nuevos actos de fe y de obediencia -los nuestros- harán posible
que la obra de la salvación se extienda en el tiempo y en el espacio1 . |
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |