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HISTORIA DE LA SALVACIÓN |
CAPITULO 2
POR UN HOMBRE ENTRÓ EL PECADO EN EL MUNDO
Los
relatos de la creación nos han presentado un universo y un hombre en perfecta
armonía: la felicidad del paraíso por un lado y el estribillo
repetido de que Dios vio que todo era bueno nos dejan la impresión
de que todo era perfecto. Y sin embargo el israelita -lo mismo que nosotros-
constataba la presencia del mal por todas partes: «No hay quien haga el bien,
ni uno siquiera» (Sal 53, 4). Los siguientes capítulos del libro del Génesis
tratan de dar respuesta a estos grandes interrogantes que todo hombre se
plantea: ¿de dónde viene el mal?, ¿cuál es la causa del dolor, del pecado, y
de la muerte? EL PRIMER PECADOEl
capítulo 3º del Génesis nos narra un drama singular: la primera tentación y
el primer pecado. En el paraíso en que Dios ha colocado al primer hombre y a
la primera mujer aparece otro personaje hasta ahora desconocido: el
tentador, en forma de serpiente. El
autor sagrado quiere decirnos que el mal no proviene de Dios, que todo lo ha
hecho bien, ni tampoco proviene sólo del hombre, que ha sido creado bueno por
Dios: este personaje misterioso, adversario de los planes de Dios y enemigo
de la felicidad del hombre, a quien la revelación posterior irá identificando
como ser personal, con poder para el mal, «la gran serpiente, la serpiente
antigua, el llamado diablo y Satanás» (Ap. 12,9), es el que instiga al hombre
a pecar contra Dios y es la causa última de que haya entrado la muerte en el
mundo (Sab. 2,24). Con
admirable psicología presenta también el autor sagrado el proceso de
la tentación como seducción y engaño. Aquel a quien San Juan
denominará «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44) comienza insinuándose
con una falsedad absoluta (comparar 3,1 con 2,16-17); en un segundo momento
hace dudar a la mujer de la validez del mandato del Dios y, por tanto, de la
intención del mismo Dios al establecer ese mandato (vv. 4-5); así, además de
mentiroso, el tentador se manifiesta como el «homicida desde el principio»
(Jn 8,44): en efecto, al engañar a la mujer («de ninguna manera moriréis»)
con relación al mandato que Dios les había dado para vida («el día que
comieres de él, morirás sin remedio»: 2,17), de hecho conduce a la muerte a
la mujer y al hombre (cf 3,7). He ahí la tentación: una promesa falsa
(«seréis como dio ses»), pero que halaga, seduce y atrae (3,6), una seducción
y engaño que hace ver como vida lo que de hecho conduce a la muerte; con ella
ha sembrado además la desconianza en Dios al presentar como enemigo del
hombre al Dios fiel y lleno de amor. Vemos
entonces en qué consiste el pecado: una falta grave de orgullo concretada
en una enorme desobediencia al Señor. El mandato de Dios de no
comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (2,16-17) expresa el hecho
de que el hombre no es dueño absoluto de su propia vida, sino criatura
limitada, dependiente radicalmente de Dios. Y el deseo de «ser como dioses»
(3,5) indica justamente lo contrario: el querer tener capacidad de decidir el
propio destino, ser ley para sí mismo sin condiciones impuestas desde fuera,
el decidir por sí mimo lo que es bueno y lo que es malo ... Por tanto, el
pecado de querer «ser como dioses, conocedores del bien y del mal» es una
reivindicación de autonomía moral, un renegar del estado de criatura
invirtiendo el orden en que Dios estableció al hombre; es en el fondo una
actitud de rebelión contra Dios: en vez de fiarse plenamente de
Dios acatando su mandato como mandato de vida, el hombre duda de Dios y se
fía de su propio juicio -engañado por el tentador- en actitud de
autosuficiencia (cf. Is 14, 13s; Ez 28,2). El
texto sagrado apunta también las consecuencias del pecado. La
actitud de Adán y de su mujer ha sido prescindir de Dios, construir por sí
mismos su propio destino, conquistar su propia felicidad. Y Dios abandona al
hombre a sus propias fuerzas, consiente que quede al arbitrio de sí mismo y
de sus propias capacidades. El texto lo expresa con una fuerza insuperable:
«se dieron cuenta de que estaban desnu dos» (v. 7); la expresión constituye
un contraste brutal con las halagadoras promesas de «ser como dioses», pues
sugiere que al romper con Dios el hombre y su mujer experimentan con toda
crudeza su situación de pobres criaturas, indefensas e inseguras, en total
precariedad y faltos de protección. Es la hora de la verdad en que las
mentiras y engaños del tentador salen a la luz y se manifiestan las trágicas
consecuencias de muerte que llevaban encerradas. Se expresa así de manera
sugerente la amargura, la decepción y frustra ción que conlleva todo pecado.
Como dirá San Pablo «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6, 23). -La
primera consecuencia del pecado es la pérdida de la amistad con Dios,
ya apuntada en el ocultarse de Él (3,8) y en el tener miedo (3,10) y expresada
simbólicamente por la expulsión del paraíso (3, 23-24), que indica el
alejamiento de la presencia de Dios y de la comunión de vida con Él, la
pérdida de la familiaridad con Él. -En
contraste con la armonía e integridad en que vivían (2,25), ahora experimentan
el desorden interior, introducido por el pecado en el corazón del hombre
y delatado por la conciencia llena de vergüenza (3,7); es el despertar de la
concupiscencia -tan bien expresada por San Pablo: Rom 7, 14-24- que esclaviza
al hombre. -Se
rompe la armonía entre el hombre y su mujer. El maravilloso proyecto de
Dios de ser «una sola carne» es echado al traste: la mujer induce a su marido
a pecar (3,6) contradiciendo la misión que Dios le había asignado de ser su
ayuda (2,18); el hombre, en vez de asumir su propia culpa, acusa a la mujer
que Dios le ha dado por compañera; la atracción entre los sexos, entre hombre
y mujer, que Dios mismo había puesto, se transforma ahora en desordenada
apetencia y ansiedad y en dominio (3,16). -Se
produce también una ruptura con la naturaleza. Si el trabajo
formaba parte de la condición del hombre (2,15), ahora la creación entera se
le vuelve hostil (3, 17-19); el desorden introducido en el corazón del hombre
hace que en lugar de «dominar» la naturaleza (1,28), de «labrarla y cuidarla»
(2,15), la esclavice, la frustre, la someta a la vanidad (Rom 8,20). El don y
la bendición de la fecundidad se convierten para la mujer en pesada carga
(3,16). Y si la muerte es una condición natural del hombre como ser caduco
que ha sido formado del polvo del suelo (2,7), el pecado hace que la muerte
se vuelva insoportable al experimentar con fuerza la frustración de su
tendencia a «vivir para siempre» (3,22), al saberse condenado a «volver al
polvo» (3,19). En
definitiva, el sufrimiento en todas sus formas pasa a formar parte de la
condición humana. UN MUNDO INUNDADO POR EL PECADOLas
palabras de San Pablo en Rom 5,12 («por un hombre entró el pecado en el mundo
y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres por cuanto
todos pecaron») parecen tener delante de los ojos lo narrado en el Génesis.
El primer pecado ha sido como una puerta abierta por la que se ha
introducido la potencia maléfica del Pecado
-San Pablo lo personifica- anegando todo y acarreando el daño y la
destrucción (Sab 2,24). San Pablo establecerá claramente la doctrina de una
culpa hereditaria, dada la solidaridad de todos en Adán. Pero ya en el
Génesis aparece apuntado que el pecado ha trastornado de tal manera el orden
querido por Dios, introduciendo el desorden en el interior mismo del hombre,
que la condición humana después del primer pecado lleva las huellas de una
herida irremediable que sólo tendrá remedio con la venida del Nuevo Adán (Rom
5, 19). En
efecto, los capítulos siguientes del Génesis presentan la perversa influencia
del pecado en la humanidad, como una ola gigantesca que sumerge todo y que
acabará conduciendo al castigo del diluvio. El
relato de Caín y Abel (Gén 4, 1-16) nos hace entender que la
rebelión del hombre contra el Creador conduce a la rebelión del hombre contra
el hombre; 1 Jn 3, 13 comentará que Caín mató a su hermano porque «era del
Maligno»: el que es «homicida desde el principio» (Jn 8,44) conduce al
homicidio y a la rebelión contra Dios a los que se ponen bajo su influjo (Jn
8, 40-41). Al final del capítulo encontramos el «Canto de Lámek» (Gn 4,
23-24), glorificación de la fuerza bruta y de la venganza desmedida y signo
de la ferocidad creciente de los descendientes de Caín. En
este contexto, el relato del diluvio (6,5-9,17) aparece como
el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora. El autor sagrado constata que
«la maldad del hombre cundía en la tierra y todos los pensamientos que ideaba
en su corazón eran puro mal de continuo» (Gn 6,5); que «la tierra estaba
corrompida en la presencia de Dios; la tierra se llenó de violencias. Dios
miró a la tierra y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una
conducta viciosa sobre la tierra» (Gn 1,11-12); más aún, se trata de un mal que
aparece desde la niñez (8,21). Las aguas del diluvio que inundarán la tierra
simbolizan también este mal que anega todo. Se insiste en la universalidad
del pecado: lo que se inició con el primer pecado ha alcanzado a todos. Y el
juicio de Dios sobre la humanidad pecadora contribuye a resaltar que el
pecado es -directa o indirectamente- la causa de todos los males. Finalmente,
el episodio de la torre de Babel (Gn 11,1-9) presenta una
humanidad desgarrada, explicando el por qué de la dispersión en pueblos,
naciones y lenguas opuestas entre sí. El pecado una vez más es el orgullo: la
pretensión arrogante de construir un mundo, una sociedad, una civilización
sin Dios (« una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos»). Empalmando
con el pecado de los orígenes del que es prolongación y consecuencia, nos da
así la explicación de la ruptura entre los pueblos: la torre idólatra de
Babilonia no puede ser el lugar de reunión de los hombres, sino que, siendo
signo de su arrogancia ante Dios, tiene que ser necesariamente causa de
dispersión. Es
fácil descubrir en este panorama tan sombrío la descripción realista de la
humanidad bajo el signo del pecado. No podía ser de otra manera. La rebelión
contra Dios inevitablemente debía conducir al caos total. Con palabras de
Jeremías: «Se alejaron de Mí y yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos»
(2,5); «mi pueblo ha cambiado su Gloria por lo que nada vale. Pasmaos,
cielos, de esto y horrorizaos estupefactos sobremanera; pues un doble mal ha
cometido mi pueblo: me ha abandonado a Mí, manantial de aguas vivas, para
excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (2,11-13); «que
te enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve
lo malo y amargo que te resulta el dejar a Yahveh tu Dios» (2,19). LA PROMESA DE SALVACIÓNExiste
un cierto tópico según el cual el Dios del Antiguo Testamento es el Dios del
castigo por contraste con el Dios del amor y de la misericordia que aparece
en el Nuevo Testamento. Sin
embargo, nada más lejos de la realidad. A Caín, el homicida, Dios le pone una
señal para que nadie se atreva a matarle (Gen 4,15). Después del juicio del
diluvio encontramos expresiones de la misericordia divina: el mismo castigo
pretende sacudir a la humanidad para despertarla, la promesa de Dios
garantiza el orden de las estaciones y asegura la cosecha y el alimento
(8,22), Dios reitera el don de la fecundidad (9,1-7) y el ofrecimiento de
toda la creación para alimento (9,3), garantiza su protección al hombre que
sigue siendo su imagen y semejanza (9,6) y establece su alianza con la
humanidad y con toda la creación (9,8-17). Pero
sin duda, lo más importante de todo es la promesa de salvación hecha por Dios
inmediatamente después del pecado y que anuncia la victoria final del
hombre en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15). Lo que se ha llamado
el «protoevangelio» es una luz de esperanza que brilla en medio del sombrío
panorama causado por el pecado. Dios promete que el tentador
-simbolizado en la serpiente- que amenaza permanentemente al hombre, será
finalmente «pisoteado» o «aplastado». Es verdad que se dibuja una lucha
encarnizada (la serpiente intenta atacar,»acecha» el talón de la mujer); pero
se trata de algo que intenta inútilmente, en vano: Dios, maldiciendo a la
serpiente, se ha puesto decididamente al lado de la mujer y de su
descendencia, que acabará venciendo definitivamente al Maligno. La
revelación posterior mostrará que esta descendencia es Cristo. Él es el Nuevo
Adán que ha restaurado lo que el primer Adán destruyó. A diferencia
de Adán, Jesús vence a Satanás (Mc 1,
12-13). Lo manifiesta curando enfermedades -que
los judíos relacionaban estrechamente con el pecado- y perdonando pecados;
pero de manera más clara aún expulsando demonios (Mc 1, 23-27; 9, 14-27).
Sobre todo vencerá a Satanás en la confrontación decisiva de la pasión (Jn 12
31-33). Por eso San Pablo podrá exclamar exultante: «Así como el delito de
uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra
de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida... Donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 18-19). Con la venida de
Cristo ha terminado el dominio tiránico del pecado (Rom 7, 24-25). Más
aún, con su victoria sobre el pecado Cristo ha destruido también el muro de
la muerte (1Cor 15, 20-26) y ha vuelto a abrir el paraíso (Lc 23, 39). De ahí
también el grito desafiante de San Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?»
(1Cor 15, 54-57). Pero
es significativo que esta victoria Jesús la ha logrado por el camino inverso
al recorrido por Adán (Fil 2, 6-11): Siendo Dios «no retuvo ávidamente el ser
como Dios»; siendo el Hijo, «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de
cruz»; pero el resultado es también el contrario al de Adán: Jesús es
constituido Señor y recibe en su humanidad el honor y la gloria propios de
Dios. Se cumplen así las palabras dichas por Él mismo: «El que se enaltece
será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 11). CONCLUSIÓNLa
narración del pecado de Adán debe alejar de nosotros todo optimismo vano e
ilusorio. Todo hombre se encuentra en un estado de indigencia respecto de su
salvación; debe reconocer la imposibilidad de conseguir la salvación por sus
propias fuerzas y la necesidad de ser redimido. Las heridas y el desorden producidos
por el pecado -por los pecados personales- son irremediables para el hombre
dejado a sus solas fuerzas. Pero
la postura tampoco es el pesimismo. El hecho de que Cristo ha vencido el
pecado nos da la certeza de que en Él y con Él podemos vencer. Por eso la
actitud correcta es la de abrirnos a Cristo por la fe y la esperanza para
acoger la salvación que sólo de Él puede venir (Hch 4, 12). Por
la misma razón es necesario el combate, el esfuerzo: hay que negarse a sí
mismo (Mt 15, 24) y dar muerte a las tendencias desordenadas que hay en
nosotros (Gal 5, 24; Col 3, 5-9), siendo muy conscientes a la vez de que sólo
con las armas de Dios se puede vencer al diablo (Ef. 6, 10-20). Por
otra parte, al indicar el Génesis que el pecado deteriora todo, está dando a
entender que la liberación del pecado es la raíz para remediar todos los
males. La renovación y transformación del corazón humano es el fundamento de
todas las reformas -en el terreno social o en cualquier otro-; y al revés,
mientras el hombre permanezca esclavo del pecado cualquier pretendida reforma
sólo conducirá a nuevas y mayores esclavitudes. |
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |