TERESA DE LISIEUX HISTORIA DE UNA MISIÓN Hans Urs von Balthasar Ofrecemos
la introducción del libro que el gran teólogo suizo dedicó a la Santa de Lisieux:
Teresita del Niño Jesús, cuya aparente simplicidad ha sido a menudo explotada
desdibujando su recio perfil espiritual, con mengua evidente de los valores
de santidad que su vida y sus enseñanzas nos transmiten. Un relato puramente
biográfico y psicológico, al estilo de algunas hagiografías fáciles, nos
hubiera proporcionado sólo una visión parcial y superficial. Un santo
únicamente puede comprenderse desde la teología, es decir, en función de su
vocación y de su misión. El "caminito" de la santa de Lisieux, la
sublime doctrina de la "infancia espiritual" y de
"entrega" al Señor, desbordan la anécdota y, por encima de todo
gazmoño sentimentalismo, adquieren auténtico relieve y se insertan en el plan
salvífico de Cristo, como algo que, siendo enteramente nuevo en su
formulación, arranca directamente de la esencia misma del Evangelio. La Iglesia de Cristo, conforme a las
palabras de Pablo, está fundada sobre apóstoles y profetas (Eph 1, 20), es decir, sobre ministerio y carisma
o, más exactamente, puesto que d ministerio es también una forma del carisma,
sobre carisma objetivo y subjetivo, sobre santidad objetiva y subjetiva. El
hecho de que la Iglesia, en su institución y tradición, en su jerarquía, en
sus sacramentos y en sus estados, ha recibido promesa de una santidad
objetiva sobre la que no han de prevalecer las puertas del infierno,
garantiza su misión divina hasta el fin de los tiempos. Mas ello la exime tan
poco de la obligación de la santidad subjetiva, personal y vivida que, más
bien, y a la postre, todo lo institucional y objetivo se da en ella por la
razón única de esa vida. El ministerio del sacerdote so da en ella para la
comunidad, las fuentes de gracia de los sacramentos fluyen en ella para
quienes los reciben, la palabra do Dios se predica para los oyentes. Y cuanto
un hombre está más cercano a las fuentes objetivas de la santidad de la
Iglesia, como sacerdote, como miembro de una orden religiosa o como custodio
de una gracia sacramental, tanto más obligado está a ajustar su vida y ponerla
a disposición de aquella gracia a que sirve o custodia. Mas también puede decirse
inversamente. Si la santidad subjetiva de los miembros de la Iglesia es el
fin de la institución eclesiástica, ese fin, sin embargo, no puede adquirirse
en otra parte que en la Iglesia. En la Iglesia y para la Iglesia. Porque la Iglesia es el cuerpo de
Cristo, y este cuerpo se edifica por la realización, en todos sus miembros,
del espíritu de amor a Dios y al prójimo, hasta el perfecto desprendimiento
de sí mismo. «En esto conocemos el amor, en que Él ha dado su vida por
nosotros. Luego también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos»
(1 Ioh 3, 16). Cristo no «se santifica» por
otro motivo, sino porque también sus discípulos «sean santificados en la
verdad» (Ioh 17, 19). La santidad,
subjetivamente, es idéntica a aquel amor que prefiere Dios y los hombres a sí
mismo, y que, por ende, vive para la comunidad de la Iglesia. «La caridad no
busca su interés» (1 Cor 13, 5). Una santidad que se buscara a sí
misma, que se tomara a sí misma por fin, sería una intrínseca contradicción. Sin embargo, no se deja al arbitrio
de cada individuo, como miembro de la Iglesia, la manera como ha de
entregarse en favor de la comunidad. En ese caso, surgiría en el cuerpo de la
Iglesia una especie de caos de la caridad. Justamente la caridad conoce una
íntima ordenación, y el espíritu de amor, que edifica la santidad subjetiva
de la Iglesia dentro del marco de su objetividad, es a la vez el Espíritu que
distribuye los ministerios y los carismas. «Hay diversidad de carismas, pero
el mismo Espíritu. Y hay diversidad de ministerios, pero el mismo Señor. Y
diversidad de operaciones, pero el mismo Dios que lo obra todo en todos. A
cada uno se le da la manifestación del Espíritu para común aprovechamiento.
Porque a uno, por el Espíritu, se le da palabra de sabiduría; a otro, por el
mismo Espíritu, a otro conocimiento; a otro fe, en el mismo Espíritu; a otro
gracia de curaciones en el mismo Espíritu; a otro don de milagros, a otro
profecía, a otro discernimiento de espíritus, a otro don de lenguas. Mas todo
esto lo obra el único y mismo Espíritu que reparte particularmente a cada uno
según quiere» (I Cor 12, 4-11) En la misma misión cada uno recibe,
se cifra esencialmente la forma de santidad que se le da y se le exige. El
cumplimiento de esa se identifica para él con la santidad a que se le destina
y que puede ser por él alcanzada. De ahí resulta, pues, que la santidad es
algo esencialmente social, y, por ende, algo sustraído al capricho del
individuo. Dios tiene de cada cristiano una idea que le marca su puesto
dentro de la comunidad de la Iglesia. No hay peligro que esta, que es única y
personal, y que encarna la santidad destinada a cada uno, no sea para alguien
suficientemente elevada y amplia. Esa santidad participa de la infinitud
divina y es tan sublime que por nadie, fuera de María, fue perfectamente
alcanzada. Realizar esta idea que descansa en Dios, realizar esta «ley
individual» que es una ley sobrenatural, libremente trazada por Dios, es el supremo
fin del cristiano. Así, Teresita ora: «Yo deseo cumplir
perfectamente vuestra voluntad y llegar al grado de gloria que me habéis
preparado en vuestro reino: en una palabra, yo deseo ser santa» [1]. El cumplimiento de la voluntad de
Dios no es ni el seguimiento de una ley general y anónima que fuera igual
para todos, ni, por otra parte, la copia servil de un modelo individual —
como pinta un niño un dibujo en blanco y negro —, sino la realización, libre,
de un designio amoroso de Dios, que cuenta con la libertad, más aún, que da
la misma libertad. Nadie es en tanto grado él mismo como el santo, que se
ajusta al plan de Dios y pone a su disposición su ser entero, su cuerpo, alma
y espíritu. Dios cuenta, al trazar su plan de
santidad, con la naturaleza, con las fuerzas y posibilidades de cada uno.
Pero procede en ello tan libremente, como el artista con los colores de su
paleta. No es posible prever de antemano qué colores preferirá el artista,
cuáles tal vez apurará; cuáles, por el contrario, no hará más que tocar, de
qué mezclas gustará más, qué efectos en general pretende producir. De la contemplación de la pura
naturaleza de un hombre, no puede jamás deducirse qué es lo que la gracia de
Dios su propone con ella, ni la manera en que esa naturaleza habrá de
entregarse — sólo la necesidad de la entrega es de antemano evidente, pues
todo amor es renuncia de sí mismo —, ni a qué idea de la santidad de Dios
tendrá que acomodarse. Cada uno ha de averiguar, ha de tratar de escuchar en
la oración y meditación la voluntad de santidad de Dios, y nadie puede hallar
su llamamiento a la santidad fuera de la oración. Sobre esta idea, entre
otras, estriba todo el edificio de los Ejercicios de San Ignacio: allí
«comenzaremos juntamente contemplando su vida (de Cristo) a investigar y a
demandar en qué vida o estado se quiere servir de nosotros su divina
majestad... y cómo nos debemos disponer para venir a perfección en cualquier
estado o vida que Dios nuestro Señor nos diere para elegir» [2]. Dentro de la vocación a la santidad,
no sólo se dan los infinitos matices en lo personal, sino que hay también
determinadas diferencias de volumen. Hay, sin que aquí pueda establecerse una
transición brusca, un llamamiento a la santidad ordinaria, que el cristiano
ha de realizar normalmente dentro de la Iglesia y la comunidad, y hay una
vocación a una santidad particular y diferenciada, a que Dios, para bien de
la Iglesia y de la comunidad, levanta a un individuo como ejemplo singular de
santidad. De ese modo, verbi gratia, fue levantado Pablo, quien, consciente de su
misión, convida a la Iglesia a que le mire a él y le imite, como él imita al
Señor. Y Pablo puede hacerlo, porque tiene la certeza de no haber sido él
quien se ha atribuido a sí mismo ese papel, sino que, como vaso de elección,
fue colocado, contra todo lo que pudiera esperarse, en ese puesto de
excepción. Es más, él está cierto de que cometería una desobediencia en el
punto más esencial, si no correspondiera a este mandato de «representar» y
brillar delante de toda la Iglesia. Todos los que después de Pablo han
sido llamados a la santidad representativa, saben lo mismo de sí mismos: al
aceptar su misión diferenciada y realizarla a la vista de toda la Iglesia, no
hacen sino obedecer un estricto mandato del Espíritu Santo. La condición normal previa para la
investidura de pareja misión especial de santidad, es la renuncia evangélica
que Jesús exige a los que quieren ser sus discípulos en estricto y aun
estrictísimo sentido: venderlo todo y seguirle, entrar por la puerta estrecha,
comprender lo que sólo pocos comprenden, poner sin reservas su vida a
disposición de la voluntad y del reino de Dios. Por esta liberación de todos
los lazos terrenos, una vida se convierte en aquella materia prima que la
mano de Dios requiere para conformarlo todo según su libre designio. Para las misiones peculiares de
santidad es sobre todo válida la palabra del Señor: «No me habéis escogido
vosotros a mí, sino que os he escogido yo a vosotros y os he puesto para que
vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea permanente» (Ioh
15, 16). Hay también en la historia de la
Iglesia ejemplos de quienes se arrogaron, sin ser llamados, una misión
especial de santidad. Llevaron su tensión y su esfuerzo hasta lo extremo; pero
algo en su conducta delataba su inautenticidad. Las
fuerzas que para su misión desmesurada necesitaban, tenían que sacarlas de
fuente distinta de la de Dios. Los verdaderos santos, por Dios mismo enviados
y levantados, son todos obedientes. No son sencillamente hombres y mujeres de
vuelo superior que, a base de un esfuerzo o de unas dotes especiales, han
conseguido más que los demás, o estuvieron dotados de valor personal para una
obra seria, mientras los otros, tímidos, se quedan en la medianía. Algo hay
ciertamente de verdad en este modo de ver, pues la santidad exige también
valor, y muchos que fueron llamados no aceptan por falta de valor su
vocación. Pero más esencial es que la misión de santidad particular, tal como
la recibieron, por ejemplo, los grandes fundadores de órdenes religiosas, es
un puro regalo de Dios, una gracia que, bien o mal, mejor o peor, ha de
aceptar el agraciado. Con esta distinción entre santidad
ordinaria y representativa, anda junta otra que no coincide totalmente con
ella. Hay dentro de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, misiones y
caminos de santidad que van más del cuerpo a la cabeza; y otras, más de la
cabeza al cuerpo. Aun cuando cabeza y miembros forman un solo cuerpo, aun
cuando Cristo y la Iglesia viven de la sola y única gracia y santidad de
Dios; hay, sin embargo, dentro de esta unidad, cierta polaridad. Y esto
justamente dentro de las santidades diferenciadas. Hay misiones que parecen
disparadas como rayos del cielo sobre la Iglesia y que han de presentar a ésta
una voluntad única e inequívoca de Dios. Y hay, por otra parte, misiones que
brotan del seno de la Iglesia y de la comunidad, del seno de las órdenes
religiosas y que, por su pureza y consecuencia, se convierten en modelos para
los demás. Las primeras vienen de Dios y se implantan en la Iglesia; y la
Iglesia, si quiere obedecer al Espíritu Santo, tiene que recibirlas y
edificarse en la plenitud concreta de su santidad. Las otras proceden de la
Iglesia, son flores que su suelo feraz ha producido y son por ella ofrecidas
a Dios como primicias de sus frutos. Ambos tipos de santos viven del mismo
espíritu de Dios y ambos son, a la par, cristianos y eclesiásticos. Ambos,
pues, han de demostrar su espíritu cristiano por su espíritu eclesiástico;
pero el primer grupo lleva un cuño incomparablemente más marcado que el
segundo. Ese grupo contiene aquellos claros tipos y formas de santidad que
Dios mismo presenta como piedras angulares, como notas de reconocimiento,
como esquemas definitivos de exposición del Evangelio para hoy y para siglos.
Son irrebatibles, inatacables, indivisibles como números primos. Expresan lo
que el Espíritu de Dios, que sopla siempre vitalmente donde quiere, y sin
cesar descubre nuevos aspectos de la revelación infinita, quiere decir justamente
hoy. En la canonización del primer grupo de santos es más bien la Iglesia la
que obedece a Dios. En la canonización del segundo grupo es más bien Dios
quien accede a un justo deseo de la Iglesia. Pero, como es más importante que
la Iglesia secunde los deseos de Dios, que no que Dios siga los de la
Iglesia, de ahí que tenga más importancia también para ésta averiguar con
toda diligencia aquellos santos que Dios le envía expresamente y sin sombra
de duda y se los propone por modelo, aceptarlos e incorporarse su mensaje;
tiene, finalmente, más importancia alcanzar y hacer posibles tales mensajeros
de Dios por medio de la general santidad de la Iglesia, que no irse
añadiendo, como si dijéramos, por propio parecer, una gran muchedumbre de
santos propios. Las misiones regaladas inmediatamente
por Dios a su Iglesia, poseen todas algo de lo que es propiedad de Dios, ser
a la vez totalmente concretas y totalmente incomprensibles. Son, cómo la
esencia de Dios, lo absolutamente determinado, inconfundible, concluso y
realizado, y son a la vez de una infinitud e ilimitación de riqueza que
desafía toda definitiva fijación y definición. De ahí justamente viene su
eficacia de entusiasmo y atracción sobre la Iglesia, tanto en el innúmero pueblo fiel, puesto que cada uno halla ahí algo
conforme a su gusto y todos, sin embargo, están de acuerdo sobre la esencia y
carácter del santo; como sobre la investigación de los teólogos y de todos
aquellos que quieren ahondar en el fenómeno de ese santo, y que, con razón,
descubren y describen en él aspectos siempre nuevos. Los santos que no
pertenecen a este grupo, no poseen esta paradoja o, en todo caso, sólo en la
medida en que la posee toda vida cristiana. Son un realce de lo ordinario,
ejemplos de perfección de una o de varias virtudes cristianas, y pueden por
ello ser familiares al pueblo cristiano de otra manera: porque salen de él y
le muestran hasta dónde se puede llegar en parejas condiciones de vida,
naturales y sobrenaturales. Sin embargo, los predilectos del pueblo son los santos
del otro grupo. Aun cuando son mucho menos imitables directamente, el pueblo
sabe por instinto que ellos son los grandes regalos que Dios le hace, no sólo
como patronos a quienes se puede invocar en determinadas necesidades, sino
como grandes luminares de consuelo y de fervor que Dios ha colocado en medio
de su Iglesia. Para el pueblo, ellos son sobre todo una nueva forma de
imitación de Cristo en la vida, dada por el Espíritu Santo, una imagen y
ejemplificación del Evangelio en la vida diaria. Para el teólogo, esos santos son más
bien una nueva exposición de la revelación, un enriquecimiento de la
doctrina, en torno a rasgos poco observados hasta ahora. Aun cuando ellos
mismos no fueran teólogos o sabios, su existencia, como totalidad, es un
fenómeno teológico que encierra en sí una doctrina viva, fecunda y adaptada a
la época, doctrina regalada por el Espíritu Santo y que debe, por ende, ser
muy bien atendida, y junto a la cual, dirigida como está a toda la Iglesia,
nadie puede pasar distraídamente. Cierto que no está nadie obligado a venerar
a un santo, a creer en un milagro o revelación privada concreta, a admitir
una palabra o una doctrina de un santo como exposición auténtica de la
revelación de Dios. Pero no se trata aquí de esa
acotación negativa que pone a salvo lo absoluto y único de la revelación de
Cristo. Se trata del trozo vivo y esencial de tradición que estos santos
representan, de aquella tradición de la Iglesia que nos muestra a través de
todos los siglos la acción vivificante del Espíritu Santo en la exposición de
la revelación de Cristo consignada en la Escritura. Esta exposición no cabe
duda que se cumple, de un lado, por el ministerio de los apóstoles, es decir,
de la jerarquía; pero se realiza también, de modo no menos penetrante, por
medio de los santos, que son el evangelio viviente. La objeción de que la Biblia es
suficiente es harto superficial. Porque ¿quién puede medir la extensión de la
palabra de Dios? ¿Quién puede prescindir de mirar a aquellos expositores que
han sido propuestos por el Espíritu Santo mismo a la Iglesia como
representaciones auténticas del sentido de la Escritura? De ahí resulta la necesidad de una
interacción lo más íntima posible de jerarquía y santidad, no menos que de la
teología especulativoescolástica y la teología de
los santos. Sólo el que personalmente está en el ámbito de lo santo, puede
entender e interpretar la palabra de Dios. Toda la teología de la Iglesia
vive de aquella época, que va de los apóstoles a la Edad Media, en que los
grandes teólogos eran también santos. Aquí vida y doctrina se interpretaban
recíprocamente, se fecundaban y atestiguaban. En los tiempos modernos, para
daño grande de ambas, teología y santidad se han desenvuelto
independientemente. Los santos, sólo en raros casos son ahora teólogos; de
ahí que los teólogos no los tengan en cuenta, sino que los relegan con sus
opiniones a una especie de ala lateral de «la espiritualidad» o, en el mejor
de los casos, de «la teología mística». La moderna hagiografía ha contribuido
lo suyo a esta rotura, al presentar a los santos, su vida y su acción, casi
exclusivamente bajo categorías históricas y psicológicas y no haberse dado
cuenta, si no es muy raramente, de que su tema era también, y principalmente,
teológico. Este tema, empero, exige un método convenientemente modificado: no
tanto el desarrollo psicológico del individuo, mirado desde abajo, cuanto una
especie de fenomenología sobrenatural de las grandes misiones, miradas
desde arriba. Lo más importante en el gran santo es su misión, el nuevo
carisma otorgado por el Espíritu a la Iglesia. El hombre que lo recibe y lo
lleva, es un servidor suyo, un débil y hasta en las supremas realizaciones un
desfallecido servidor, en que lo iluminador no es la persona, sino el
testimonio, la misión, el ministerio: «Él no era la luz, sino que vino para
dar testimonio de la luz». Todos los santos, ellos justamente, conocen la
deficiencia de su servicio a su misión y hay que creerlos en lo que tan
enérgicamente afirman. Lo capital en ellos no es su personal acción heroica,
sino la decidida obediencia con que se entregaron de una vez para siempre por
esclavos de su misión y que ya no entendieron su existencia entera sino como
función y envoltura de esa misión. Habría que poner a plena luz lo que ellos
mismos quieren y deben poner a plena luz: su misión, su exposición de Cristo
y de la Sagrada Escritura. Habría que dejar en la penumbra lo que ellos
mismos quieren y deben dejar en la penumbra: su pobre personalidad. Habría,
pues, que intentar leer y entender, a través de su existencia de santos, la
misión dada por Dios a la Iglesia. Habría que deslindar, en la medida de lo
posible, la misión entera y verdadera de las deficientes realizaciones. No en
el sentido de una separación, puesto que esa misión está justamente encarnada
en la vida, en los hechos y sufrimientos del santo; encarnada también en su
persona, en su historia y psicología, y en todas las menudas anécdotas y aconteceres que acompañan y enmarcan la vida de un santo.
No se trata, pues, de una abstracción de lo viviente, de una ideación de lo
concreto, sino del hilo conductor del método fenomenológico que deletrea, en
cuanto el hombre alcanza, en lo concreto la esencia, en lo sensible lo
inteligible: intelligibile in sensibili. Sólo que lo inteligible es aquí un hecho
sobrenatural y su comprensión supone la fe y hasta la participación en la
vida de santidad. Lo que en el santo es perfecto es
primariamente su misión. Secundariamente puede también él, personalmente, ser
llamado perfecto, si realiza esa misión en la medida de la fuerza que le ha
sido dada por la gracia. Muchos han aceptado gozosa mente y como de vuelo su
misión; otros la han llevado pesadamente, arrastrando y casi contra su
voluntad; pero su misión era más fuerte que ellos y los forzó a su servicio.
Unos han intentado llenar de sangre y vida la complicada figura geométrica de
su misión en todos sus ángulos y ramificaciones; otros se han contentado con
cubrir las superficies esenciales, y muchas márgenes quedan vacías. Es que
dentro del reino de la santidad hay muchas graduaciones: desde el ínfimo
límite de una integridad sustancial de la misión, hasta el supremo de una
identificación de misión y persona — límite que sólo fue alcanzado por la
Madre del Señor. Teresa de Lisieux se nos presenta,
sin género de duda, con una misión otorgada inmediatamente por Dios a la
Iglesia. Las primeras palabras de la alocución de Pío XI en su beatificación
aluden inequívocamente a ello: «Es cierto que la voz de Dios y la voz del
pueblo se han como divinamente unido para exaltar a la Venerable Teresa del
Niño Jesús; pero la voz de Dios es la que se ha dejado oír la primera. No ha
sido ella la que se ha armonizado con la voz del pueblo, sino la voz del
pueblo la que ha reconocido y seguido a la voz de Dios [3]. Puede incluso
decirse (si bien tales afirmaciones, por razón de los límites imprecisos
entre la santidad primariamente divina y la primariamente eclesiástica,
tienen siempre algo de atrevido) que Teresa, juntamente con el cura de Ars,
representa el único ejemplo absolutamente evidente de una misión teológica en
amplio sentido dentro del siglo xrx (Catalina Labouré y Bernardita Soubirous
tienen más bien la misión de un mensaje único, Don Bosco y Gemma Galgani no alcanzan
totalmente el volumen de una primaria misión teológica) y que ella, hasta
hoy, ha sido también la última. Así podría también corresponder a la
conciencia general del pueblo creyente. Pío XI la llamaba la gran santa de
los tiempos modernos. La misión de Teresa lleva expresos
los rasgos de una unicidad de contornos precisos, que a la primera mirada nos
fascina, y ello no tanto por el personal destino de la santita cuanto por la
carismática figura que, de la movediza arena de las anécdotas menudas, fue
plasmada como por una mano fuerte e invisible en duro y macizo bloque.
Realmente es un hecho que no cabía esperar que, del tan sencillo y modesto
destino de esta muchacha, hacia el fin, se vaya contorneando una doctrina y
una teología cada vez más clara, triunfante e irrebatible. Ella misma, al
principio, no había ni soñado que fuera portadora de un mensaje definitivo
para toda la Iglesia. Esta conciencia se despertó en ella, sólo cuando su
obra estaba casi acabada, después de que había vivido su doctrina y hasta
después de escritas las partes esenciales de su libro. Sólo a la vista de lo
que tiene delante de sí, ve de pronto lo extraño, más que personal, que, sin
saberlo, había obedientemente realizado. Y ahora que lo ve, lo entiende
también y se ase a ello con una especie de vehemencia. Teresa tiene desde niña una peculiar
propensión a meditar y a reflexionar sobre sí misma. Esta propensión le da,
una vez que ha descubierto su misión, una conciencia, que es rara en los
santos. Teresa sabe ahora que está puesta sobre el candelero, y que su vida,
las más pequeñas de sus acciones, han de convertirse en modelo para muchas
«almas pequeñitas». Se sitúa a sí misma en su relación con otras grandes
misiones, compara su misión con la de su amiga Juana de Arco: «En mi misión,
como en la de Juana de Arco, la voluntad de Dios se cumplirá, a despecho de
la envidia de los hombres» [4]. Define cada vez con más exactitud el
contenido de su mensaje, al buscar expresar en fórmulas más nítidas su
doctrina del «caminito». Ve en la publicación de su manuscrito «una obra
importante», sabe que «todo el mundo la amará», que sus escritos «han de
hacer mucho bien» [5]. En sus últimos meses pronuncia incesantemente como
palabras testamentarias: «Hay que decir a las almas...» Hace muy precisas
manifestaciones acerca de su misión ultraterrena en el cielo que muy pronto
iba a comenzar: o Siento que mi misión pronto va a comenzar: mi misión de
hacer amar a Dios como yo le amo, de dar mi caminito a las almas. Si mis
deseos son escuchados, mi cielo se habrá pasado sobre la tierra hasta el fin
del mundo» [6]. Y como su hermana Paulina le preguntara qué caminito era
aquel que había que enseñar a las almas después de su muerte, Teresa responde
con plena conciencia de su responsabilidad: «Es el camino de la infancia
espiritual, el camino de la confianza y de la total entrega. Quiero
enseñarles esos medios chiquitos que tan buen resultado me han dado a mí...»
[7] Teresa prevé, pues, la posición de su
mensaje dentro de la Iglesia universal; no sólo, pues, su propia
canonización, puesto que siempre supo que era una santa y jamás lo disimuló,
como lo prueba el haber distribuido en su lecho de muerte sus propias
reliquias o por lo menos no oponerse a su distribución: crucifijos, estampas,
pétalos de rosa, y también cabellos, uñas, lágrimas y pestañas; Teresa prevé
igualmente la canonización, si así puede decirse, de su doctrina. Ambas cosas son inseparables. Su
doctrina no son tanto sus escritos como su vida misma, como por otro lado
tampoco sus escritos hablan apenas de otra cosa que de su propia vida. En su
existencia ve ella encarnada aquella doctrina que «tanto bien puede hacer a
las almas», y por eso no teme poner a disposición de la Iglesia esa
existencia como un ejemplo. Teresa pertenece al número de aquellos que «son
expropiados para utilidad pública», según la palabra de María Antonieta de Geuser. Y su existencia es de valor ejemplar para la
Iglesia por cuanto el Espíritu Santo se apoderó de ella y de ella se ha
servido para demostrar por su medio algo a la Iglesia, para abrir un par de
perspectivas nuevas sobre el Evangelio. Esto y sólo esto debiera interesar a
la Iglesia en Teresa. Esto y sólo esto debieran también observar y retener en
ella los que advierten que se levantan objeciones o por lo menos resistencias
totalmente indefinibles contra muchos rasgos de su culto, y hasta quizá de su
mismo carácter. De hecho, pocas veces quizá ha sido tan urgente separar la
misión de un santo de lo accesorio, como aquí. Aquella peculiaridad de Teresa
que todo lo penetra y a que ya se ha aludido, su espíritu reflexivo, no puede
ser contado entre lo esencial. Más bien habremos de mostrar cómo esa
tendencia fue en parte exacerbada por lamentables accidentes. Teresa semeja a
un enfermo en la sala de experimentación que va siguiendo con el mayor
interés y graba en sí cuanto el profesor cuenta a los alumnos sobre su caso;
y se olvida un poco de que en esta situación, ella hubiera tenido que ser más
bien objeto y caso neutral, que no sujeto y personal destino. Se toma
indefectiblemente a sí misma personalmente allí donde en realidad sólo habría
que entenderla objetivamente. Esto puede también turbar por un momento la
mirada objetiva de su contemplador. Y puede también, como ha sucedido a
muchos, excitar una ligera irritación de nervios. Habrá que mostrar en qué
amplia medida es Teresa misma responsable de su propia canonización, en qué
amplia medida sus hermanas carnales pusieron, ya en vida de ella, en el
Carmen, los fundamentos de su culto. Pero la tarea de verdad importante no es
responder a esta tendencia de Teresa a la propia contemplación con un
psicoanálisis extremado, sino, por el contrario, a consciente distancia de
ello, dirigir la atención a la misión objetiva. Cierto que Teresa, por su
propensión a reflexionar, no facilita esta tarea. Ésta, como ya hemos dicho,
no se resuelve tampoco por el intento de disociar puramente su misión de lo
personal y psicológico. Tal empresa no es posible en santo alguno, y
doblemente imposible en Teresa, cuya misión consistió realmente en la
presentación de «su camino». El único procedimiento posible es dejar que,
lenta y cuidadosamente, se vayan dibujando los contentos de su misión a
través de todo lo biográfico. El tránsito, en la exposición de la
santidad de Teresa, de lo biográfico-psicológico a lo dogmático, puede
apoyarse en la autoridad de la Iglesia. Hemos oído hablar a Pío XI sobre la
misión divina de la santa. Más adelante la llama «una cosa venuta di cielo in terra a miracolo
mostrare.» Y se plantea esta pregunta: «¿Cuál es la palabra que quiere Dios
decirnos?» «¿Qué quiere decirnos Teresita, que se ha convertido, también
ella, en palabra de Dios? Porque Dios habla por sus obras...» [8] Y en la
homilía de la misa de canonización, Pío xi da un
paso más. El papa expone primeramente la doctrina de la infancia espiritual
en su fundamento evangélico y prosigue luego : «La nueva santa Teresa se penetró de
esta doctrina evangélica y la hizo pasar a la práctica cotidiana de su vida.
Es más, este camino de la infancia espiritual, lo enseñó ella por sus
palabras y por sus ejemplos a las novicias de su monasterio y lo ha revelado
a todos por sus escritos, que se han divulgado por toda la tierra y que nadie
seguramente ha leído sin quedar encantado de ellos y sin leerlos y releerlos
con gran placer y provecho... [9] Le plugo, pues, a la divina bondad dotarla
y enriquecerla con un don de sabiduría absolutamente excepcional. En las
lecciones del catecismo había bebido abundantemente la pura doctrina de la
fe, la doctrina ascética en el libro de oro de la Imitación de Cristo,
la de la mística en los escritos de su Padre San Juan de la Cruz. Pero, sobre
todo, Teresa nutría su espíritu y su corazón en la meditación asidua de las
santas Escrituras, y el Espíritu de verdad le descubrió y enseñó aquello que
Él ordinariamente oculta a los sabios y prudentes y revela a los humildes.
Teresa adquirió, en efecto, según testimonio de nuestro Predecesor inmediato,
ciencia tal de las cosas sobrenaturales que pudo trazar a los demás un camino
cierto de salvación» [10]. En el mismo sentido habla Pío XI, en
un discurso el día siguiente de la canonización, «de un nuevo mensaje» o «de
una nueva misión»; y la bula de canonización, de un nuevo modelo de santidad
[11]. En carta al Cardenal Vico, legado en Lisieux,
de fecha de 28-30 de mayo de 1923, el papa la llama «maestra» en las cosas
del espíritu; y el decretum de tuto para la canonización había ya afirmado (29 de
marzo de 1925, p. 180 s) que la canonización iba más allá de la persona de
Teresa. Estas indicaciones de los papas han
hallado durante largo tiempo escaso eco. Las obras más conocidas y más
penetrantes que hasta los últimos tiempos se han ocupado sobre Teresa de
Lisieux, se mueven preferentemente dentro de categorías historicobiográficas
y psicologicoascéticas. En esta línea han surgido
una serie de obras conocidas que se proponen ante todo por blanco, frente al
amaneramiento y la empalagosa cursilería con que se ha presentado a la
santita, sacar a la luz la autenticidad de su figura. Lo cual, de acuerdo con
sus medios de trabajo, creyeron los autores de aquellas obras que no podían
realizar de otro modo que por medio del descubrimiento de «la verdad
histórica». Dos rasgos caracterizan esta literatura. Ante todo, su tendencia
a la «revelación». Apodándose en la creencia, no injustificada, que más de un
pormenor doloroso y amargo en la vida religiosa de Teresa había sido, por
razones de miramiento, ocultado por sus hermanas de religión, se desencadenó
una verdadera tempestad contra la «mendacidad» de las biografías oficiales y
se entabló una como porfía en la publicación de trágicos pormenores, en parte
escandalosos y estremecedores. Con esto se enlaza el segundo rasgo de estas
obras: la figura de Teresa pareció ganar así en grandeza y dimensión, pues
detrás del silencioso y sonriente «caminito», se perfilaron los rasgos
sobrehumanos, heroicos y trágicos de su destino y de sus sufrimientos, y todo
lo que ella misma borrara o cubriera de cristiano perdón, se desplegaba,
desnudo y sangrante, ante los ojos del lector [12]. Los excesos del método psicológico están
clamando por un complemento y rectificación por parte de la teología. Y el
camino para ésta fue ya abierto y felizmente recorrido por la obra, discreta
y ponderada, de H. Petitot O. P.: Sainte Thérèse de Lisieux, une renaissance
spirituelle (1925). El autor, con ejemplar diligencia,
procede por descripción y conforme a un plan íntimamente ajustado al
contenido doctrinal de Teresa, va componiendo rasgo a rasgo su interior
estampa. Petitot resistió además a la tentación de
estilizar la imagen de Teresa según los cánones de su propia orden. Sólo en
la prudente moderación, para evitar todo extremo, y hasta en la descripción
de la santidad como «medio», reconocemos al experto discípulo de Santo Tomás
[13]. El P. M. Philipon
O. P. ha sentado recientemente, en su obra Sainte Thérése
de Lisieux, une voie toute
nouvelle (Desclée de Brouwer, París 1947) [14], los principios fundamentales
que, en contraste con el exagerado análisis psicológico de los santos, son
imprescindibles para una auténtica objetividad de exposición. En toda
hagiografía es necesaria una fina percepción para la teología: «Se exige de
un médico psiquiatra que conozca la psiquiatría cuando nos habla de sus
enfermos; y no parece que se sospecha siquiera que es menester ser teólogo
para tratar de las operaciones divinas en el alma de sus santos» (p. 8). «La
tarea del teólogo, realmente gigantesca y jamás acabada, no se limita al
análisis y síntesis de los principales misterios de nuestra fe, sino que debe
seguir, menudamente, el largo caminar de la revelación a través de la
historia y darnos la inteligencia integral del plan de Dios, no sólo en el
gobierno exterior del mundo, sino en la dirección más íntima de las almas.
Esa tarea se extiende a toda la historia de la vida de la gracia en la
Iglesia y en el cuerpo místico de Cristo». Justamente los progresos de la
psicología invitan al teólogo a un plan en que aprovechando los resultados de
esta ciencia, habría que emprender una nueva hagiografía teológica: «Nuestra teología escolar, con harta
frecuencia esquemática y abstracta, cuando se vuelve a la casuística, ganaría
mucho con un estudio profundo, no sólo histórico y descriptivo, sino también
verdaderamente teológico y explicativo, de la psicología de los santos» (p.
9). Y esto, señaladamente, en los casos en que la misión no es sólo de
santidad, sino también de doctrina, «como sucede en un San Juan de la Cruz,
San Francisco de Sales y muchos fundadores de órdenes religiosas» (p. 11). El método para llegar ahí es difícil
y todavía hay que encontrarlo: «Para comprender el alma de los santos habría
que mirarlos con la mirada misma de Dios» (p. 13). Para ello es menester una
cierta unidad, difícil de describir, de amor y crítica, de proximidad y
distancia, de sentimiento y abstracción. Y Philipon
percibe bien que «en los santos, como en los grandes maestros, las más vastas
perspectivas se reducen siempre a ciertos elementos sencillos, pero
decisivos, que desempeñan en la síntesis concreta de sus almas, el mismo
papel que los primeros principios directivos de una ciencia. Cuando se los ha
comprendido, se tiene en la mano la clave del todo» (p. 14). Pero mientras
los psicólogos dramatizan la vida de Teresa, exageran los hechos y esparcen
negras sombras sobre su contorno y hasta sobre sus noches oscuras y sus angustias,
en el mundo de los teólogos hasta ahora las cosas seguían no raras veces
inmersas en una luz sin sombras, en una especie de orbe sapiencial y de
teológica perfección, en que la vida aparecía casi exclusivamente como
ilustración de un tratado de virtutibus. Tal
vez se pone aquí de manifiesto una hipótesis previa en ambos bandos [15] cuya
aceptación sin reparo impide una postrera vivificación, que habría de
realizarse sin violencia del objeto. Me refiero al supuesto previo de que con
la canonización de un santo, con la declaración, por ende, de que todas sus
virtudes han alcanzado un grado heroico — no indaguemos de momento qué
hubiera dicho Teresa sobre este criterio a la luz de su doctrina—, a todos
sus hechos y pensamientos y, más aún, a su existencia como totalidad ha de
marcárselos con la etiqueta de «perfectos», una etiqueta que tendría en cada
santo el mismo sentido, la misma plenitud, la misma extensión. Si se concede
desde luego que hay caminos diversos para la santidad, diversos caracteres de
los santos, destinos y cuños varios de la santidad única, se cree también ser
un deber afirmar que toda esa plenitud de posibilidades no afectan para nada
el concepto de santidad; más bien, el que dice santo, dice perfecto, y el que
dice perfecto expresa un non plus ultra que no es posible pasar. Pero no es así. Para convencerse de
ello basta considerar que, entre los pecadores ordinarios y los santos
canonizados, entre las ovejas blancas y negras, media toda una escala de
matices grises que veda una respuesta precisa sobre el grado de perfección en
que un cristiano sea realmente canonizable. Siendo esto así, la gradación se
proseguirá también dentro de la serie de los canonizados. Dios nos libre del
intento de trazar aquí ahora semejante gradación. Pero ya el mero pensamiento
de que también los santos siguen siendo hombres con sus flaquezas, quizá,
ocasionalmente, hasta con pecados; y, lo que tiene aquí mayor importancia,
que entienden, aceptan y realizan de modo muy diferente su misión, da a su
figura un dramatismo totalmente distinto y proyecta sobre ella sombras y
luces bien distintas que las de un sondeo psicológico, aquí fundamentalmente
fuera de lugar. Hay santos — los mártires— que han sido canonizados por razón
de un acto único. Pero hay asimismo quienes, sin ser mártires, realizaron
también en su vida el acto único de un sí total y fueron luego en su camino
más bien empujados por la inexorabilidad de su sí pronunciado, que no por
haber sido ellos dueños libre de su palabra de afirmación. Hay quienes han
mantenido su misión, clara y sonoramente como un toque de clarín, dentro de
un mundo y de una Iglesia circundante que en cerrada falange la atacaba, como
Juana de Arco. Pero hay también otros, cuya misión era de tal naturaleza que,
para su pleno florecimiento, hubiera necesitado del concurso inteligente de
su ambiente, y hubieron de sufrir daño por el pecado y la obstinación de
quienes los rodearon. Un daño que no podía atentar a la sustancia de su
misión, pero que sí entorpeció su desenvolvimiento, su eficacia y su
crecimiento rectilíneo. En Teresa de Lisieux, esta dramática
tensión entre misión y persona ha de ser considerada con atención particular
y eso desde puntos de vista primariamente teológicos, que en manera alguna
excluyen la aplicación de la psicología. En este sentido, el estudio que
sigue pudiera ser entendido como un ensayo teológico de fenomenología
espiritual. Creemos con Philipon que pocas cosas
pueden fecundar y rejuvenecer la teología y, por ella, toda la vida
cristiana, como una inyección de sangre de la hagiografía, suponiendo que
ésta se cultive teológicamente y que la esencia de la santidad sea realmente
entendida evangélica y eclesiásticamente, es decir, misionalmente
y no meramente con criterio asceticomístico e
individual. Aun en el caso de que el presente
intento resultara fracasado, el método que en él se ensaya no quedaría con
ello refutado. De su afortunada realización pudiera depender no poco la
conciencia viva de la Iglesia sobre la presencia de los santos en ella para
el próximo futuro. No sólo la veneración de los santos, su conocimiento sobre
todo ha sufrido un rápido descenso en el pueblo de casi todos los países. Y
muy poco es lo que se hace para mantener fresca la memoria del pueblo. Los
antiguos relatos hagiográficos, aun cuando pudieran todavía adquirirse, no
satisfacen a los cristianos de hoy y de mañana. El artificial aislamiento de
que los circundó la hagiografía barroca o de fin de siglo, los ha hecho
extraños a los hombres de hoy. La imagen futura de los santos, no sólo por
razón de las necesidades actuales, sino por exigencia de la profundidad de la
verdad revelada, ha de ser creada nuevamente, de manera que los santos, como
antaño, vivan con nosotros, junto a nosotros, por nosotros y en nosotros,
como los mejores guardianes y vivificadores de la santa comunidad de la
Iglesia [16]. * Quizá el más grande teólogo católico del
siglo XX. Nació en Lucerna, Suiza en 1905. Estudió en las Universidades de Zurich, Viena, Berlín, Munich y Lyon.
Jesuita de Notas [1] Histoire
d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 253 [2] Ejercicios espirituales,
núm. 135. [3]
Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 545 [4] Novissima
Verba. Lisieux, 1926, 94-95 [5] Novissima
Verba. Lisieux, 1926, 107-108. [6] Novissima
Verba. Lisieux, 1926, 81 [7] Novissima
Verba. Lisieux, 1926, 82-83 [8] Histoire
d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 547 [9] Histoire
d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 452 [10] Histoire
d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 553-554; el testimonio de Benedicto XV, Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 536. [11] AAS 1925, p. 346. [12] El primero que entró por este
camino de las revelaciones psicológicas fue el capuchino P. Ubald d'Alençon en su escrito Sainte
Térèse, comme je l'ai connue
(«Estudis Franciscans»,
Barcelona, 1926). Su artículo hubiera quedado para siempre sepultado en la
revista catalana, difícil de hallar, si Lucie Delarue-Mardrus, que ya había
publicado un violento escrito «revelador»: Sainte Térèse
de Lisieux (París, 1925) no lo hubiera reproducido y comentado con
copiosa bilis (La Petite Thérése
de Lisieux, 1937). Ghéon y Bemoville,
cada uno a su modo, arremeten contra la cursilería escayolada de Lisieux. Bemoville dramatiza para ello escenas particulares de la
autobiografía; Ghéon filosofa sobre lo cursi y
busca ponernos en claro por qué hubo Teresa de esconderse tras esta fachada y
responder así al gusto de su tiempo, a pesar de que tras la máscara se
ocultaba una realidad totalmente distinta. Este método psicológico ha sido
posteriormente llevado hasta el extremo por dos obras importantes, tan al
extremo que, patentemente, nada queda ya por hacer en este terreno. Estas
obras son la que en Alemania abrió camino: Das verborgene
Antlitz, de I. Frederike
Corres (Herder, Friburgo
de Brisgovia, 1944), y la de Maxence
van der Meersch, La petite Sainte Thérése (Michel, París, 1947), tr. esp. Santa
Teresita (Janes, Barcelona, Z1953). Van der Meersch, biznieto de León Bloy, estiliza a Teresa a la manera expresionista y
apocalíptica del mismo Bloy. Como narrador
magistral que es, el autor pone en su biografía fluencia, tempo y
casta, llega al extremo en la «revelación» y hace aparecer a Teresa como la
grandiosa heroína de una tragedia antigua. Todo está febrilmente exagerado,
sobrecalentado y, a despecho del relieve así obtenido, falsificado. Para
convencerse de ello, basta examinar su exposición de la quintaesencia del
«caminito»: «Éste consiste, sencillamente y ante todo, en aceptar la propia
debilidad, aceptar hasta la derrota, aceptar, aun doliéndonos haber
desfallecido, haber pecado. Busquen los fuertes la victoria, salten por
encima de los obstáculos: es su derecho y su deber. Los humildes conténtense
con hacer, muy humildemente, su pobre esfuerzo, lamentable e impotente, aun
sabiendo de antemano que están vencidos. Su derrota será su victoria.
Derrotados a nuestros ojos, Dios no verá ni su desfallecimiento ni su pecado,
sino solamente su esfuerzo. Éste es, a nuestro parecer, el verdadero sentido,
audaz quizá, pero indiscutible, del "camino de infancia"». No se
necesita prueba alguna para demostrar que Teresa (que jamás habla del pecado)
no habría reconocido sus pensamientos en estas frases. Un talento de escritor de no menos
patente cuño se puso al servicio de la santita con Ida Frederike
Corres. También en ésta radica la importancia y, desde luego, la fuerza
capital de la obra en lo biográfico y psicológico. Corres ha aducido cuanto
de asequible existe en fuentes y documentos para enriquecer la figura de
Teresa, ampliarla y hacerla aparecer más plásticamente ante nosotros. Tanto
el ambiente de la familia (a cuyo cuadro pudieran hoy añadirse todavía muchos
más rasgos pintorescos gracias a la obra del P. Piat,
OFM, Histoire d'une
famille) como el del convento están pintados
con tan minuciosa diligencia, Teresa aparece en ellos de modo tan viviente,
que muchos rasgos de sus escritos que, en otro caso, hubieran quedado
incoloros, adquieren un relieve inesperado. Pero mientras van der Meersch viste a su Teresa
de furibunda revolucionaria del Evangelio a lo Bloy,
Corres la estiliza conforme al personalismo germánico. Uno y otra, para
trazarnos la imagen positiva, parten de la tesis negativa del «caminito», del
repudio de las «grandes obras» y de la «gran ascesis». Para van der Meersch esta tesis negativa
está en el desenmascaramiento del fariseísmo; pero, sobre todo, del
fariseísmo del propio corazón, de su «profunda e incurable perversidad», pues
todos llevamos en el fondo de nosotros mismos «monstruos desconocidos».
Teresa es, por lo tanto y sobre todo, el genio del propio conocimiento, la
más profunda psicóloga de los tiempos modernos (pp. 180, 189, 187). Para
Corres, respondiendo al movimiento juvenil, la tesis negativa está en el
rompimiento con el formalismo eclesiástico y ascético, a fin de descubrir
tras él la zona de la peculiaridad personal. Con labia a veces genial, su
crítica se vierte sobre la piedad burguesa de su ambiente familiar, del
convento retrógrado y de la anticuada teología de la vida y de los estados,
en que la idea, por ejemplo, de elección de estado, por la que una muchacha
de 17 o 20 años ha de comprometerse para siempre en los votos o en el
matrimonio, pertenece a uno de los prejuicios que apenas pueden ya ser hoy
comprendidos: «Aquí quedó siempre estancada en el grado de una piadosa
colegiala de su época» (p. 157). Corres no posee categoría alguna para
distinguir entre persona y misión. De ahí que, para mostrar la grandeza de su
heroína, haya de echar mano de un sondeo psicológico que la lleva a patentes
interpretaciones erróneas. Cuanto tiene de brillantez su exposición del
ambiente y de la vida personal de Teresa, otro tanto acusa su falta de
dominio de la parte teológica. [13] Preferentemente desde el punto
de vista de la doctrina trata asimismo a la santa un incógnito benedictino
belga: Sainte Thérése de l'Enfant
Jesús, considérée comme
aimante de la Bible, docteur de la voie fenfance spirituelle et séraphin d'amour (Ch. Byaert, Brujas 1934). El
amable libro muestra, empero, poca fuerza sintética y se queda muy atrás de Petitot. Tiene la ventaja de haber sido el primero que
dirigió su atención al uso de la Biblia por Teresa, aun cuando la colección
de material no va acompañada de ninguna valoración crítica. El tomo de la colección «Présences» Une sainte parmi nous (Pión, París, 1937) contiene el homenaje de algunos poetas
y literatos a la santita. Como no podía esperarse de otro modo, las
contribuciones de E. Fumet, G. Thibon,
J. Malégue, J. Madaule,
Daniel Rops y otros, abundan en profundos puntos de
vista sobre la misión de Teresa en nuestro tiempo, señaladamente en Francia. André Combes
cultiva el conocimiento teológico en dos obras sobre Teresa, a las que ha de
seguir otra aún más voluminosa. En su Introduction
a la spiritualité de Sainte Thérése
de l'Enfant Jesús («Études
de Théologie et d'Histoire
de la Spiritualité», ed. Gilson et Combes (Vrín, París
1946) y en su Sainte Thérése de l'Enfant Jesús et la souf-france (Vrin, París 1948),
Combes ofrece una serie de muy cuidadosas monografías: sobre las ideas
teresianas acerca de la vida, el amor, la vocación y el apostolado, de la
oración y meditación, sobre el caminito, sobre el desenvolvimiento de su idea
del sufrir; estudios que, por la limpieza de su método y, señaladamente, por
la estricta observación de la cronología, son decisivos. Lamentable es que,
con frecuencia, un exceso de retórica más bien vela que no esclarece los
contornos fijos y los reales descubrimientos. Mgr. Paulot, vicario general de Reims,
escribió en 1934 un estudio dogmático: Message
doctrinal de Sainte Thérése de l'Enfant
Jesús á la lumiére de Saint Paul
(Éd. du Cerf, Juvisy). El estudio, bien
comenzado, pero que se pierde demasiado en estilo edificante y panegírico,
está reclamando alguien que lo continúe y lo ahonde,
es decir, que realice una rigurosa y sobria confrontación de Pablo y Teresa,
no sólo en sentencias particulares, sino en el tenor general de su teología. [14] A esta obra le precedió una
redacción popular más breve: Le message de Thérése de Lisieux (Bonne Presse, París 1946). [15] Bandos que, aun hoy, pueden
chocar entre sí con harta violencia. Cf. Robert Rouqyette, S. I., en «Études»
80 (1947), n.« 255, p. 246, 261; y André Combes, en
Sainte Thérése et la souffranee
(1948), 17-18. [16] Un estudio sobre la santa de
Lisieux sólo podrá aspirar a una exactitud última cuando poseamos en su texto
primitivo la Historia de un alma. La edición de todas las cartas completas
por obra de André Combes (1948) nos ha traído,
juntamente con el gozo de tantas fuentes por vez primera abiertas, la triste
certidumbre de que no sólo el texto de las cartas, sino el mismo de la
autobiografía fue cambiado, acortado, ampliado, pulido, de manera
incomprensible e irresponsable. Las pruebas que ofrece Combes (p. 334 s.) son
suficientes para conmover toda confianza en la literalidad. Por otra parte,
empero, no puede decirse que las numerosas variantes atenten al sentido
fundamental del texto, ni que pudieran deformar en pasaje alguno la clara
misión de Teresa. Las o correcciones» que se tuvo por necesario introducir
afectan casi exclusivamente al estilo, con lo que no hay duda desapareció
mucho de espontáneo, fuerte y encantador bajo el barniz de una lisura y hasta
de un sentimentalismo innocuo. El que quiera oír
hoy aún el auténtico timbre de la palabra de Teresa, ha de atenerse ante todo
a las cartas. Respecto a la literalidad de los Novissima
Verba, hay que proceder con la máxima cautela. Fuente: Hans Urs von Balthasar, Teresa de
Lisieux. Historia de una misión, Herder,
Barcelona, 1989. Enviado por Fr. Cristian |