1. Introducción histórica
2. La Eucaristía en la vida de Santa teresa de Lisieux
3. Enseñanzas sobre la Eucaristía de Santa teresa del Niño Jesús
y de la Santa Faz
3.1. El Sacrificio de la Misa
3.2. La Eucaristía es un banquete de comunión
3.3. La presencia real de Cristo en las especies consagradas
después de la Misa
4. Conclusión
1.
INTRODUCCIÓN HISTÓRICA.
En una intervención anterior de este congreso se nos ha
hablado ya del tiempo y vida de Santa Teresa. Hoy sólo recordaremos algunos
datos para centrar mejor nuestro tema.
Santa Teresa de Lisieux vivió una época especialmente convulsa y difícil. La organización
social del Antiguo Régimen de Cristiandad, que había comenzado a romperse con
la revolución francesa llegaba definitivamente a su fin. La sociedad
continuaba siendo mayoritariamente campesina y oficialmente católica, aunque
la numerosa emigración hacia las ciudades y el afianzarse de la revolución
industrial, estaba cambiando rápidamente las estructuras sociales y los
hábitos religiosos.
Al nacer Teresa Martin, Francia seguía siendo la “Hija
Predilecta de la Iglesia”
en todos los documentos papales. La mitad de las escuelas del país estaban
regentadas por religiosos. La
Iglesia poseía, además, unos 4.000 centros asistenciales,
entre hospitales, orfanatos, asilos de ancianos y otras obras de
beneficencia. También gestionaba numerosos periódicos y editoriales. Sin
embargo, las sucesivas leyes anticlericales y laicistas de la III República
van a cambiar rápidamente la situación: se suprime la obligación del descanso
dominical, se aprueba el divorcio, se prohibe enterrar fuera de los
cementerios civiles, se disuelven congregaciones religiosas, se cierran
conventos, se impone una escuela gratuita, obligatoria y laica, excluyendo a
los religiosos de la formación de niños y jóvenes (en pocos años se
clausuraron más de 10.000 centros católicos)... llegando a su máxima
radicalización en 1905, con la ruptura del Concordato entre Francia y la Santa Sede y la
proclamación de la laicidad del Estado. Por otro lado, la Iglesia también sufre
dificultades y persecuciones en otros países del entorno. Especialmente significativa
es la situación de Italia: En 1870, los Estados Pontificios son anexionados
definitivamente en la nueva nación italiana, que establece su capital en
Roma. Desde entonces y hasta la solución del “problema romano” en 1927, el
Papa se considerará prisionero en el Vaticano.
Ante tantas dificultades y persecuciones, muchos
abandonan la fe. Disminuyen los bautizos, matrimonios y funerales religiosos,
así como la práctica dominical y el número de vocaciones consagradas. Los que
permanecen en la Iglesia,
por el contrario, lo hacen de una manera convencida, por lo que refuerzan sus
signos de identidad. En estos años se multiplican las peregrinaciones de
católicos a Roma y a los santuarios marianos, se hace más exigente la
preparación para recibir los sacramentos, se generaliza la lectura de la
Biblia, de
las vidas de Santos y de libros de devoción, se promueven los retiros
espirituales y las misiones populares, etc. Especialmente, cinco van a ser
las columnas que mantienen el edificio espiritual de la época:
1.
La devoción al Sagrado Corazón, subrayando que se
encuentra herido por nuestros pecados y que un día nos llamará a juicio. Se
acompaña por una espiritualidad de sacrificio, inmolación y reparación por
los pecadores, especialmente por los desmanes del gobierno contra la Iglesia. Se erige la
“Asociación reparadora de la blasfemia y de la violación del domingo”.
2.
La piedad eucarística se interpreta en esta
línea, por lo que se crean numerosas asociaciones para el culto de la Eucaristía
fuera de la Misa,
especialmente “para reparar los ultrajes que se hacen a Dios y a nuestra
Santa Religión”.
Sin embargo la
Comunión se recibe con poca frecuencia, por miedo a caer en
el sacrilegio, si no se está suficientemente preparados.
3.
La devoción a la Virgen María
crece con las numerosas apariciones de la época en territorio francés (la Medalla Milagrosa,
Nuestra Señora de las Victorias, La Salette, Lourdes y Pontmain). Todas ellas
hablan del sufrimiento que le causan los pecados de los hombres e invitan a
la oración y al sacrificio. Las peregrinaciones se organizan como ejercicios
colectivos de penitencia.
4.
El amor a la Iglesia se identifica con la devoción al Papa y
el esfuerzo para que puedan volver a establecerse los Estados Pontificios. De
hecho, se forman ejércitos de voluntarios franceses que van a luchar contra
las tropas italianas.
5.
El espíritu misionero se desarrolla como nunca
antes en la historia de la
Iglesia francesa. En las colonias de África y de Asia se
impone a los considerados “salvajes” el idioma y la cultura de Francia; y se
considera el cristianismo como la máxima expresión de dicha cultura.
Otras devociones como la Santa Faz, la Preciosa Sangre
de Cristo, los Ángeles y algunos Santos alcanzan también cierta importancia,
aunque no tanta como las anteriormente nombradas. Santa Teresita participará
de la mentalidad de su época y también construirá su vida y su espiritualidad
sobre estas columnas, pero a cada una de ellas dará su enfoque personal,
renovándolas por completo y llenándolas de un sentido más evangélico, lo que
llevó al Papa Pío XI a hablar de la “sorprendente novedad de su doctrina”. En
otras conferencias se tratará de su experiencia del amor misericordioso, de
su particular relación con María, del corazón ardiendo de amor de la Iglesia y de su pasión
por las misiones. Después de todas las intervenciones del congreso se
comprenderá mejor el sentido del doctorado eclesial de Santa Teresita y el
título de la última conferencia: “Una Santa para nuestro siglo”. De momento,
a mí sólo me corresponde hablar de su piedad y doctrina eucarísticas.
2. LA
EUCARISTÍA EN LA
VIDA DE SANTA TERESA DE LISIEUX
Santa Teresita nos ofrece en sus manuscritos
autobiográficos numerosos datos que nos indican la importancia fundamental de
la devoción eucarística en su familia y en su vida, tanto de seglar como en
el monasterio. Casi en sus primeras páginas nos recuerda una costumbre
arraigada desde su más tierna infancia. Su padre la llevaba cada tarde a
hacer la visita al Santísimo: “Todas
las tardes iba a dar un paseíto con papá; hacíamos juntos nuestra visita al
Santísimo Sacramento, visitando cada día una iglesia distinta” (Ms A
14rº). Siendo muy pequeña quiso dar una limosna a un pobre, que no la aceptó.
Entonces se propuso rezar por él cuando hiciera su primera comunión, lo que
cumplió varios años más tarde: “Recordé
haber oído decir que el día de la primera comunión se alcanzaba todo lo que
se pedía. Aquel pensamiento me consoló y, aunque todavía no tenía más que
seis años, me dije para mí: «el día de mi primera comunión rezaré por mi
pobre». Cinco años más tarde cumplí mi promesa” (Ms A 15rº). Entre sus
recuerdos, se destaca luminosamente la participación activa y fervorosa en
los actos de culto en honor de Jesús Sacramentado: “Me gustaban, sobre todo, las procesiones del Santísimo. ¡Qué alegría
arrojar flores al paso del Señor...! Pero, en vez de dejarlas caer, yo las
lanzaba lo más alto que podía, y cuando veía que mis rosas deshojadas tocaban
la sagrada custodia, mi felicidad llegaba al colmo” (Ms A 17rº). La
asistencia de toda la familia a la
Misa dominical es también evocada con sumo afecto (Ms A
17vº). Cuando contaba siete años de edad, escuchaba embelesada las
explicaciones que Paulina daba a Celina, como preparación para recibir la Primera Comunión:
“Todas las tardes le hablabas del acto
tan importante que iba a realizar. Yo escuchaba, ávida de prepararme también,
pero muy frecuentemente me decías que me fuera porque era todavía demasiado
pequeña. Entonces me ponía muy triste y pensaba que cuatro años no eran demasiados
para prepararse a recibir a Dios... El día de la primera comunión de Celina
me dejó una impresión parecida a la de la mía... Me parecía que era yo la que
iba a hacer la primera comunión. Creo que ese día recibí grandes gracias y lo
considero como uno de los más hermosos de mi vida” (Ms A 25rº y vº). En
sus cartas infantiles a la
M. María de Gonzaga y a su hermana Paulina (Sor Inés), nos
informa de su preparación personal para recibir a Jesús, con un librito
confeccionado por la segunda: “¡Qué
estampa tan bonita la que trae al principio! Una palomita que ofrece su
corazón al Niño Jesús. Pues bien, yo también quiero adornar el mío con todas
las lindas flores que encuentre, para ofrecérselo al Niño Jesús el día de mi
primera comunión; pues quiero, como se lee en la breve oración que hay al
principio del libro, que el Niño Jesús se encuentre tan a gusto en mi
corazón, que no piense ya en volverse al cielo...” (Cta. 11). Más tarde,
en los manuscritos autobiográficos nos habla de todo lo relacionado con su primera
comunión, recordando cada detalle con sorprendente minuciosidad: preparación,
libro de oraciones, actos de amor, ejercicios espirituales, cartas
recibidas... hasta los cantos y la decoración floral de la ceremonia: “Qué dulce fue el primer beso de Jesús a
mi alma...! Fue un beso de amor. Me sentía amada y decía a mi vez: «Te amo, y
me entrego a ti para siempre»... Ni el precioso vestido que María me había
comprado, ni todos los regalos que había recibido me llenaban el corazón.
Sólo Jesús podía saciarme” (Ms A 35rº-36rº). Por entonces no se
acostumbraba a comulgar con frecuencia, pero en ella surgen inmediatamente
deseos de hacerlo: “Aproximadamente un
mes después de mi primera comunión, fui a confesarme para la fiesta de la Ascensión, y me
atreví a pedir permiso para comulgar. Contra toda esperanza, el Sr. abate me
lo concedió, y tuve la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa entre
papá y María. ¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita de
Jesús! De nuevo corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí
misma sin cesar estas palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, ¡es Jesús quien
vive en mí...!». A partir de esta comunión, mi deseo de recibir al Señor se
fue haciendo cada vez mayor. Obtuve permiso para comulgar en todas las fiestas
importantes” (Ms A 36rº). A pesar de que era sólo una niña, es consciente
de que la comunión no es sólo la participación en un rito, sino un encuentro
personal y amoroso con Jesús, en el que Teresa queda transformada,
“cristificada”.
Posteriormente, cuando tiene que permanecer dos tardes a la semana en el
colegio para poder entrar en la congregación de las Hijas de María, pasa la
mayor parte del tiempo ante el Sagrario, en coloquio amoroso con Cristo: “Subía a la tribuna de la capilla y me
estaba allí delante del Santísimo hasta que papá venía a buscarme. Este era
mi único consuelo. ¿No era acaso Jesús mi único amigo? No sabía hablar con
nadie más que con Él” (Ms A 40vº). El milagro de su conversión, su paso
de la infancia a la madurez humana y espiritual, tuvo lugar después de la
comunión, al regresar a casa de la
Misa del Gallo, “en
la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso” (Ms
A 45rº). Es importante recordar que la lectura de estas páginas llevó al Papa
S. Pío X a autorizar la comunión de los niños al llegar al uso de razón y a
recomendar la comunión frecuente, cosas insólitas hasta entonces.
En el Carmelo, su amor a Jesús Sacramentado irá
creciendo con ella. El mismo día de su entrada, su primera visita fue al coro
de las religiosas, que “estaba en
penumbra, porque estaba expuesto el Santísimo” (Ms A 69vº). Las
frecuentes comuniones y las largas horas de oración ante el sagrario, van a
purificar y a madurar su alma como el fuego limpia el oro, separándolo de la
escoria. Se conservan muchas anécdotas de su trabajo de sacristana. Incluso
nos confiesa su propia vocación sacerdotal: “Siento en mí la vocación de sacerdote. ¡Con qué amor, Jesús, te
llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz, bajaras del cielo...!
¡Con qué amor te entregaría a las almas...!” (Ms B 2vº). Muchas poesías
suyas hablan del altar, del Sagrario, de los objetos utilizados en la
celebración de la Santa
Misa, del gozo que experimenta al comulgar, etc. Me basta
con recordar una sola, titulada: “Mis deseos
junto a Jesús, escondido en su prisión de amor”, en la que se compara con
la llave del Sagrario, la lamparilla, la piedra del altar, los corporales, la
patena, el cáliz, el vino y el pan (PN 25). También en sus cartas podemos
encontrar numerosas confidencias sobre sus vivencias eucarísticas y
recomendaciones a sus hermanas y conocidos sobre la adoración al Santísimo y
la comunión frecuente.
3. ENSEÑANZAS DE SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS Y DE LA SANTA FAZ SOBRE LA EUCARISTÍA
En la carta apostólica de Juan Pablo II “La Ciencia del Amor
Divino”, el Papa nos recuerda que Teresa de Lisieux “carecía de formación teológica especial” (n 7) y que no podemos
encontrar en sus escritos un tratado sistemático de teología. A pesar de
esto, sí tiene una doctrina eminente y singular, que ha ejercitado y sigue
ejercitando gran influencia sobre la Iglesia contemporánea (cf. n 11). Conocidas son
las continuas invitaciones de Hans Urs von Balthasar a tomar en serio las
aportaciones de las místicas a la teología: “Nunca la teología de las mujeres fue tomada en serio. Sin embargo,
después del mensaje de Lisieux, hará falta, por fin, pensar en la
reconstrucción actual de la Teología”. Por lo tanto, aunque Santa Teresita
no escribió ningún tratado sobre la Eucaristía, nos vamos a acercar a su
experiencia y a sus intuiciones, muchas veces encerradas en la narración de
su propia trayectoria vital, así como en símbolos, imágenes y metáforas, que
pueden fecundar nuestra reflexión. En el momento central de la Eucaristía
decimos: “Este es el Misterio de la
Fe”. Efectivamente, ella contiene a Cristo y recapitula
todos los misterios de su vida. Por eso se podrían tratar muchos aspectos: el
sacrificio, el banquete de comunión, la presencia real de Cristo en las
especies consagradas después de la
Misa, la construcción de la Iglesia, el anuncio y
anticipo de la vida eterna... Por la limitación del tiempo sólo trataremos
los tres primeros.
3.1. EL SACRIFICIO DE LA MISA.
En los siglos pasados, éste era el aspecto más
destacado de la reflexión sobre la Eucaristía.
Normalmente se hablaba del “Santo Sacrificio de la Misa” y de su valor
propiciatorio. La polémica entre los Reformadores Protestantes y Trento no
ayudó a tratar el tema con la debida serenidad. Hoy parece un tema pasado de
moda y se ha desplazado el acento hacia otros aspectos. Santa Teresita no se
pierde en disquisiciones abstractas, pero puede darnos luz en tan espinoso
asunto. Claramente influida por Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz, en su vida y en sus
escritos resplandece el afecto hacia la persona histórica de Jesús, “la Sacratísima
Humanidad, de la que nos viene todo bien”. Por eso prefiere
la lectura del Evangelio a cualquier otro libro. En la última página de sus
manuscritos autobiográficos escribe: “Sólo
tengo que poner los ojos en el Santo Evangelio para respirar los perfumes de
la vida de Jesús” (Ms C 36vº).
Ella sabe descubrir en la Eucaristía un resumen de los misterios de la
vida de Cristo. Por eso, siempre la pone en relación con ellos, especialmente
con la Encarnación
y la
Crucifixión. Poco después de la gracia de Navidad, con solo
14 años escribe en un cuaderno de redacción: “Jesús, para salvar a los hombres quiso nacer más pobre que los
pobres... ¿Quién, Jesús, se atreverá a negarte este corazón que tan merecidamente
has conquistado y al que has amado hasta hacerte semejante a él y dejarte
luego crucificar por unos verdugos despiadados? Además, eso no te pareció
todavía suficiente: tuviste que quedarte para siempre cerca de tu criatura, y
desde hace dieciocho centenares de años estás prisionero de amor en la santa
y adorable Eucaristía”. Como vemos, ya desde tan temprana edad entiende la Eucaristía
como una prolongación del “abajamiento” del Señor. En sus escritos, Teresa
cita varias veces la afirmación de San Juan de la Cruz: “es propio del amor abajarse”. El que ha querido hacerse pequeño,
naciendo de María; el que ha aceptado hacerse débil, entregándose a la
muerte; sigue haciéndose pequeño y débil en la Eucaristía
hasta el final de los tiempos. Para Teresa, lo importante es la motivación de
este triple “abajamiento”: “para salvar
a los hombres”. Estamos ante un sacrificio por amor. Este tema es
recurrente en todos sus escritos, especialmente en sus numerosas poesías de
tema eucarístico. Nos basta una como ejemplo: “Mi corazón robaste, haciéndote mortal y vertiendo tu sangre ¡oh
supremo misterio! Y aún vives desvelado por mí sobre el altar” (PN 23,
5). En la
Encarnación, Jesús se hizo mortal, asumió nuestra
naturaleza limitada y caduca. En la
Muerte llevó la Encarnación a las últimas consecuencias. En la Eucaristía se
prolonga este misterio, en el que “el
Dios fuerte y poderoso” (Ms A 45rº),
“se hace pequeño y débil por mi amor, para hacerme fuerte y valerosa, para
revestirme de sus armas” (Cf. Ms A 44vº). En la noche de Navidad de 1886,
Teresa comprendió que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su
muerte, fue “un sacrificio”, una entrega continua y voluntaria por los
hombres, olvidándose de sí mismo. También comprendió que la única felicidad
posible está en parecernos a Jesús, en repetir su “sacrificio”, olvidándonos
de nosotros mismos, de nuestras comodidades y caprichos para pensar en los
demás. Por último, comprendió que en la Eucaristía se renueva esa entrega del Señor y
se produce un admirable intercambio: Él se hace débil para darnos fortaleza,
se hace pequeño para engrandecernos, se humilla para enaltecernos, asume
nuestra pobreza para darnos su riqueza. En una preciosa y larga poesía,
Teresa recuerda todos los misterios de la vida de Jesús a la luz de este
amoroso abajamiento que nos engrandece: “Acuérdate,
Jesús, de la gloria del Padre y del esplendor divino que dejaste en el cielo
al bajar a la tierra, como un pobre exiliado, para rescatar a todos los
pecadores” (PN 24, 1). Continúa recordando la infancia, la huida a
Egipto, el tener que ganar el sustento con su trabajo, la pobreza, la sed...
para llegar a la agonía de Getsemaní y a la muerte, abandonado de todos, “pues nadie quería creer que fueses el
Hijo de Dios, ya que tu gloria estaba escondida” (n 23). Más adelante
dedica 4 estrofas al nuevo abajamiento de la Eucaristía,
que continúa sometida al abandono, al desprecio, a los ultrajes (nn 28-31)
hasta el final de los tiempos (n 33). Con su abajamiento, Jesús se convierte
en “Pan del desterrado, que «endiosa» a quien lo come”. No podemos analizar
todos los textos en los que se habla de la fecundidad del sacrificio de
Jesús, de los frutos de la “entrega” que Jesús hace de sí mismo, pero sí
querría recordar que ésta es la causa de la fecundidad de nuestros
sacrificios, de nuestras “entregas” por amor: “Yo podré, cerca de la Eucaristía, inmolarme en silencio, exponiéndome
a los rayos que emite la
Hostia divina. Yo me quiero consumir en esta hoguera de
amor...” (PN 21, 3). Al final del Manuscrito B, en el que narra el
descubrimiento de su vocación, llega a denominar “locura” el abajamiento de
Jesús en la
Encarnación, en la
Cruz y en la Eucaristía. Dicha locura de amor provoca la
locura de la respuesta de Teresa en un amor plenamente confiado: “Verbo Divino, precipitándote sobre la
tierra del exilio quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas hasta
el centro del Foco eterno de la
Trinidad bienaventurada. Eres tú quien, remontándote hacia la Luz inaccesible que será ya
para siempre tu morada, sigues viviendo en este valle de lágrimas, escondido
bajo las apariencias de una blanca hostia ... Jesús, déjame que te diga que
tu amor llega hasta la locura. ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón
no se lance hasta ti ¿Cómo va a conocer límites mi confianza?” (Ms B
5vº).
3.2. LA
EUCARISTÍA ES UN BANQUETE DE COMUNIÓN.
Todos conocemos el amor de Santa Teresita a la Sagrada Escritura.
Ella encontró en la lectura y meditación de la Biblia las luces
necesarias para su vida. Sus enseñanzas sobre la Eucaristía son
totalmente evangélicas. Un texto tomado de una redacción compuesta con sólo
14 años nos muestra su fina sensibilidad bíblica y litúrgica, algo poco
corriente en su época: “La fiesta de Pascua
de hoy ¡es mucho más dulce que la de los antiguos israelitas! Entonces ellos
no comían más que la carne de un cordero que era la figura de Jesús, mas
ahora ya no es un cordero lo que nos es ofrecido, es Jesús, el Cordero sin
mancha el que se da a nosotros para comunicar la vida a nuestras almas”
(Escritos Primerizos, 33). Semejante sensibilidad nos llama la atención aun
más si tenemos en cuenta el ambiente religioso de su época. Conservamos las
notas de su retiro de preparación para
la primera comunión en el “cuaderno azul”. Hoy nos sorprende que se pudiera
usar semejante terrorismo intelectual con unas niñas: “El señor abate nos ha hablado de la muerte, y nos ha dicho que no
había manera de hacernos ilusiones, que era segurísimo que teníamos que morir,
y que quizá habría alguna que no terminase el retiro... El señor abate nos
representó las torturas que se sufren en el infierno. Nos ha dicho que de
nuestra primera comunión iba a depender que fuésemos al cielo o al
infierno... El señor abate nos ha hablado de la 1ª comunión sacrílega. Nos ha
dicho cosas que me han dado mucho miedo”. Al año de recibir la primera
comunión, se hacía un nuevo retiro y una nueva celebración solemne, que era
llamada la “segunda comunión”. Las notas del retiro no mejoran respecto a las
del año anterior: “Lo que dijo el señor
abate era espantoso. Nos ha pintado el estado de un alma en pecado mortal y
cuánto la odia Dios”. Ante semejante predicación, no es extraño que la
gente sencilla no se atreviese a acercarse a comulgar más de una o dos veces
al año. Las pláticas del abate Domin provocaron en Teresita una terrible
crisis de escrúpulos, que tardó año y medio en superar, aunque no dejó de
acercarse a la comunión. Conservamos una nota al final del cuaderno gris (de
redacciones escolares), en las que va apuntando los permisos que le da su
confesor para comulgar durante los años 1884-85; en total, 22 veces.
En su epistolario posterior hará referencias a esta
etapa de su vida y sacará importantes enseñanzas. Veamos un ejemplo en sus
recomendaciones a María Guérin, que sufría de escrúpulos y había abandonado
la comunión: “Conozco tan bien lo que
son esa clase de tentaciones ... ¿Quieres que te diga una cosa que me ha dado
mucha pena? Que mi Mariíta dejara de comulgar ... ¡Qué pena tan grande le
habrá dado eso a Jesús! Muy astuto tiene que ser el demonio para engañar así
a un alma. ¿Pero no ves, tesoro, que esa es la meta que persigue? ... Quiere
privar a Jesús de un tabernáculo amado ... Cuando el diablo consigue alejar a
un alma de la sagrada comunión, lo ha ganado todo. ¡Cariño!, piensa, pues,
que Jesús está allí en el sagrario expresamente para ti, para ti sola y que
arde en deseos de entrar en tu corazón ... Vete a recibir sin miedo al Jesús
de la paz y del amor ... Es imposible que un corazón «que sólo encuentra
descanso mirando un sagrario» ofenda a Jesús hasta el punto de no poderle
recibir. Lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón es la falta de
confianza ... Hermanita querida, comulga con frecuencia, con mucha frecuencia.
Éste es el único remedio si quieres curarte” (Cta. 92 del 30 de mayo de
1889). Teresa se tomó muy en serio las palabras de Jesús: “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6,
57) y estaba convencida de la importancia de la comunión diaria, algo que no
podrá conseguir en toda su vida.
En la “Ofrenda de sí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso
de Dios”, exclama: “¡Ay! No puedo
recibir la sagrada Comunión con la frecuencia que deseo, pero, Señor, ¿no
eres Tú Todopoderoso? Quédate en mí como en el sagrario. No te alejes nunca
de tu pequeña hostia” (Or 6). Desde pequeña, ella estaba segura de que el
fin principal de que Jesús se haga presente en la Eucaristía es
darse a nosotros. La
Eucaristía es, en primer lugar banquete: “Jesús convoca a todos sus hijos a
acercarse al banquete de los Ángeles. ¡Oh! Qué dulce es la llamada que Él
hace oír al alma para rogarle que venga a tomar su puesto en el banquete que
Él ha preparado en la inmensidad de su amor” (Escritos Primerizos, 32).
En la Eucaristía,
Cristo se nos comunica, se nos entrega, quiere entrar en nosotros: “Él no baja del cielo un día y otro día
para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es
infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a
su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad” (Ms A 48vº). En la Eucaristía nos
alimentamos del mismo Cristo resucitado: “Sólo
Jesús, oculto bajo los velos de la blanca hostia podrá darme la fuerza ...
Voy a recibiros oculto bajo la apariencia de un poco de pan...” (Or Juana
de Arco, 883 y 887). En la comunión eucarística se produce un encuentro
esponsal entre Él y nosotros. Ya sabemos que Teresa llamó a su primera
comunión “un beso de amor de Jesús a mi
alma”. En los responsorios de Santa Inés, podemos leer: “Mi corazón es más puro y yo soy más casta
cuando toco a Cristo, cuando me da el beso de su boca” (PN 26, 6). Más
aún, por la comunión nos transformamos en Él, algo en lo que insiste Teresa
en varios textos “¡Oh, qué dichoso
instante, cuando entre mil ternuras, me transformas en ti, mi dulce
compañero! Tal comunión de amor y tan dulce embriaguez son para mí mi cielo” (PN
32, 3).
3.3. LA PRESENCIA
REAL DE CRISTO EN LAS ESPECIES CONSAGRADAS DESPUÉS DE LA
MISA.
Teresa aprendió desde su mas tierna infancia que Jesús
está realmente presente en el sagrario. Ya hemos visto que su padre la
llevaba cada día a hacer la visita al Santísimo. La fe de su padre era tan
grande que, con frecuencia, se le llenaban los ojos de lágrimas durante la
adoración. Esto lo recordará siempre. Ya en el Carmelo, la comunidad reza la Liturgia de las Horas y
permanece dos horas diarias de oración silenciosa ante el sagrario. El título
de algunas de sus poesías y oraciones es suficientemente significativo: “El
átomo de Jesús-Hostia”, “Mis deseos junto a Jesús, escondido en su prisión de
amor”, “las sacristanas del Carmelo”, “Oración a Jesús en el sagrario”, etc.
Las 15 estrofas de su poesía “Vivir de amor” (la más conocida de todas), las
compuso de un tirón durante la adoración del Santísimo solemnemente expuesto
el 26 de febrero de 1895: “Por mí vives
oculto en una Hostia, ¡por ti quiero esconderme en el sagrario!...” (PN
17, 3). La presencia de Jesús en la Eucaristía es tan cierta, que la compara en
varias ocasiones con su presencia histórica sobre la tierra hace 2000 años.
Para su hermano espiritual, el abate Bellière, pide a la Virgen: “¡María, dulce Reina del Carmelo!, a ti
confío el alma de este futuro sacerdote. Enséñale ya desde ahora con cuánto
amor tocabas tú al divino Niño Jesús y lo envolvías en pañales, para que él
pueda un día subir al altar santo y llevar en sus manos al rey de los cielos”
(Or 8).
A Celina, que le escribe escandalizada porque ha
encontrado una iglesia con el sagrario sucio y abandonado, responde
amablemente: “En su pasión su rostro
estaba escondido, hoy también lo sigue estando. Celina querida, hagamos de
nuestro corazón un pequeño sagrario donde Jesús pueda refugiarse. Así, Él se
verá consolado y olvidará lo que nosotras no podemos olvidar: «la ingratitud
de las almas que lo abandonan en un sagrario desierto»” (Cta 108). Sobre
el tema volverá en las cartas posteriores. Para ella, la consecuencia lógica
de la presencia de Jesús en el sagrario es el espíritu de adoración. Acepta
el valor de la intercesión y la practica, pero coloca muy por encima la
práctica de la adoración silenciosa: “Muchas
veces, sólo el silencio es capaz de expresar mi oración, pero el huésped
divino del sagrario lo comprende todo” (Cta 138). En su presencia no
necesita pedir nada ni sentir nada, sencillamente ofrece de manera gratuita
su propio tiempo y su propia vida: “Oh,
mi admirable Rey y Sol de mi vida. Tu divina hostia es pequeña como yo ...
Todas las criaturas pueden abandonarme. Yo intentaré, sin quejas, junto a ti
resignarme. Si tú me abandonases, sin tus dulces caricias, mi divino Tesoro,
aún te sonreiría ... Yo espero en paz la gloria de la eterna Mansión, ¡pues
tengo en el sagrario el fruto del amor!” (PN 52, 11.13-14.18).
4. CONCLUSIÓN.
Como hemos podido ver, Teresa de Lisieux vive el
misterio eucarístico como continuación y plenitud de lo más característico de
la vida de Cristo: su abajamiento, su entrega por amor. Lo iniciado en la Encarnación y
llevado a sus últimas consecuencias en la Cruz se prolonga en el tiempo gracias al
“Misterio de la fe”. La comunión con su Cuerpo y su Sangre a través de los
elementos materiales del pan y del vino nos ayuda a comprender que los
contenidos de nuestra fe no son meras teorías, sino que tocan de verdad
nuestras vidas con todas sus dimensiones, realizando en nosotros una
verdadera transformación, que llegará a plenitud en la vida eterna. Mientras
tanto, la participación en la Eucaristía nos conforma a Cristo, nos une a Él
y nos renueva a su imagen. Permítanme terminar con una cita de Juan Pablo II,
que declaró a Teresa de Lisieux Doctora de la Iglesia y en muchos de
sus escritos se hace eco de las intuiciones de nuestra hermana: La Eucaristía es
la celebración sacramental del anonadamiento voluntario de Jesucristo. Así
como Cristo hizo de su vida un don al Padre y a los hermanos y en la Misa sigue haciéndonos
partícipes de ese don; participando en la Eucaristía, el
cristiano aprende a ser «Eucaristía para el mundo» en la oblación de sí y en
el amor hacia los hermanos (Cf. Dominicae Coenae n 6).
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