1 LA ORACIÓN DE
JESÚS Y DE LA IGLESIA PRIMITIVA
«Yo te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la
tierra» (Mt 11,25). «Perseveraban asiduamente en las oraciones» (Hch 2,42).
Un estudio vivencial de la Liturgia de las Horas tiene
su punto de partida en la oración misma de Jesús, que contemplaremos en
este capítulo. Pero reconoce también su punto de origen en la oración
comunitaria de la Iglesia primitiva, dirigida por aquellos discípulos a los
que Cristo enseñó a orar.
1. LA ORACIÓN EN LA ÉPOCA DE JESÚS
«Jesús nació en un pueblo que sabía orar», decía el
famoso escriturista protestante Joaquín Jeremías. Y es verdad. En un mundo
pagano y politeísta, que no sólo despreciaba la oración como absurda e
inútil, sino que además la había ahogado y profanado, reduciendo la
religión a un conjunto de ritos sangrientos y obscenos, «Jesús nació en un
pueblo que sabía orar», que había sido enseñado para ello por el mismo
Dios. La oración es sin duda lo más puro y noble del Judaísmo, y sabemos
que Jesús nació y fue educado en el seno de una familia judía piadosa, que
guardaba con todo amor y fidelidad las normas religiosas dadas por Yavé
(+Lc 2,21.22-24.27.41.51-52).
Disponemos de datos bastante seguros y numerosos
para conocer las prácticas judías de la oración en tiempos de Jesús. La
documentación más completa nos la ofrece la Mishná, código rabínico
compilado hacia el año 200 de la era cristiana. En el tratado de las
bendiciones, concretamente, se enseña que hay tres momentos de plegaria al día:
el amanecer, el mediodía y la tarde (Berakhot IV). De estas tres horas, dos
se producían al mismo tiempo que los sacrificios llamados perpetuos, que
todos los días se ofrecían en el Templo (Núm 28,2-8). Mientras los
sacerdotes, ante la asamblea asistente, oficiaban en Jerusalén el rito
sagrado, todos los judíos piadosos se unían a él por la oración desde el
lugar en que se hallasen. Así se asociaban la oración y el sacrificio
litúrgico. Así la oración quedaba unida al sacrificio, participando de él y,
al mismo tiempo, dándole espíritu y sentido. «Tres veces al día» (Dan
6,10), «por la tarde, en la mañana y al medio día» (Sal 54,18), se
levantaban en Israel los corazones hacia el Señor, bendiciéndole e
invocándole.
Aunque los textos aludidos no nos dicen nada del
contenido de esas horas de oración, conocemos por tradiciones muy antiguas
la costumbre piadosa judía de recitar dos veces al día el Shemá Yisrael
(Escucha, Israel), al acostarse y al levantarse. Esta profesión de fe, en
la que se bendice al Dios Unico, era la oración más querida y frecuente
entre los fieles judíos, y formaba parte tanto de la liturgia del Templo y
de la sinagoga, como de la oración familiar y privada: «Escucha, Israel,
Yavé nuestro Dios es el único Yavé. Amarás a Yavé tu Dios con todo tu
corazón», etc. El Shemá, el credo israelita, consiste en la recitación del
texto de Dt 6,4-9, al que se une, al menos desde el siglo II antes de
Cristo, Dt 11,13-21 y Núm 15,37-41. Esta bellísima plegaria había de ser
repetida a los hijos, «lo mismo en casa que de camino, cuando te acuestes y
cuando te levantes» (Dt 6,7; 11,19). Y Cristo mismo la da como respuesta a
aquel doctor que le preguntaba acerca del mandamiento principal (Mc
12,29-30).
Si el Shemá era sobre todo oración matutina y
vespertina, la Thephillah era la oración del mediodía. Esta oración
pertenecía al culto de la sinagoga, donde se recitaba primero en voz baja
por todos, y era después semitonada por un salmista, mientras que la
comunidad respondía con el Amén a cada una de sus dieciocho solemnísimas
bendiciones. Entresacamos de esa grandiosa oración algunas frases: «1.
Bendito seas, Yavé, Dios nuestro y Dios de nuestros padres... 2. Tú eres un
héroe, que abates a los que está elevados... 3. Tú eres santo, y tu nombre
es terrible, y no hay Dios fuera de ti. 4. Concédenos, Padre nuestro, una
ciencia emanada de Ti... 5. Vuélvenos, Yavé, a ti y volveremos... 6.
Perdónanos, Padre nuestro... 7. Mira nuestra aflicción... 8. Cúranos, Yavé,
de la herida de nuestro corazón... 9. Bendice para nosotros, Yavé, Dios
nuestro, este año... 10. Suena una gran trompeta para nuestra libertad...
11. Vuélvenos nuestros Jueces como al comienzo... 12. No haya más esperanza
para los apóstatas... 13. Que tus misericordias se enciendan sobre los
prosélitos de la justicia... 14. Haz con nosotros misericordia, Yavé, Dios
nuestro... 15. Escucha, Yavé, Dios nuestro, la voz de nuestra oración...
16. Ten tus complacencias, Yavé, Dios nuestro, y habita en Sión... 17.
Nosotros te alabamos, Yavé, nuestro Dios... 18. Establece tu paz sobre
Israel, tu pueblo...»
La liturgia judía, con todas las fiestas del
calendario hebreo, con las peregrinaciones al Templo o la celebración de la
Cena pascual, contenía una amplia variedad de himnos, salmos y oraciones.
Pues bien, este fue el mundo judío de oración en el que nació y vivió
Jesús, y así hemos podido contemplar «la alabanza a Dios resonando en el
corazón de Cristo con palabras humanas de adoración, propiciación e
intercesión» (OGLH 3).
2. JESÚS ERA HOMBRE DE ORACIÓN
«Cuando vino para comunicar a los hombres la vida
de Dios, el Verbo que procede del Padre como esplendor de su gloria, ‘‘el
Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la
naturaleza humana, introdujo en este exilio terreno aquel himno que se canta
perpetuamente en las moradas celestiales’’» (OGLH 3; +SC 83). En la misma
oración de Cristo Sacerdote hallaremos, pues, la clave más profunda de la
Liturgia de las Horas.
La oración de Cristo 1º introduce en la tierra y en
la historia humana el indecible diálogo de amor trinitario que se produce
en el cielo y en la eternidad; 2º asume la palabra humana y los gestos
sociales como medio apto para la comunicación con Dios; 3º y establece la
mediación única por la que la alabanza y la súplica del hombre llega
derechamente al corazón de Dios. De la oración misma de Cristo viene, por
tanto, toda la grandeza y eficacia de la oración de la Iglesia y de cada
uno de los cristianos.
La OGLH 4 nos muestra bien la figura de Cristo como
hombre de oración:
«En efecto, los Evangelios nos lo presentan
muchísimas veces en oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc
3,21-22), antes del llamamiento de los Apóstoles (6,12), cuando bendice a
Dios en la multiplicación de los panes (Mt 14,19;15,36; Mc 6,41;8,7; Lc
9,16; Jn 6,11), durante la transfiguración en el monte (Lc 9,28-29), cuando
sana al sordo y mudo (Mc 7,34) y cuando resucita a Lázaro (Jn 11,41-42),
antes de requerir a Pedro su confesión (Lc 9,18), cuando enseña a orar a
los discípulos (11,1), cuando éstos regresan de la misión (Mc 11,25s; Lc
10,21s), cuando bendice a los niños (Mt 19,13), cuando ora por Pedro (Lc
22,32).
«Su actividad diaria estaba tan unida con la
oración que incluso aparece fluyendo de la misma, como cuando se retiraba
al desierto o al monte para orar (Mc 1,35;6,46; Lc
5,16; +Mt 4,1 par.;14,23), levantándose muy de mañana (Mc 1,35), o al
anochecer, permaneciendo en oración (Lc 6,12) hasta la cuarta vigilia de la
noche (Mt 14,23.25; Mc 6,46.48).
«Como fundadamente se sostiene, tomó parte también
en las oraciones públicas, tanto en las sinagogas, donde entró en sábado
"como tenía por costumbre" (Lc 4,16), como en el Templo, al que
llamó casa de oración (Mt 21,13 par.), y en las oraciones privadas que los
israelitas piadosos acostumbraban recitar diariamente. También al comer
dirigía a Dios las tradicionales bendiciones, como expresamente se narra
cuando la multiplicación del pan (Mt 14,19 par.; 15,36 par.), en la última
Cena (26,26 par.), en la cena de Emaús (Lc 24,30); de igual modo [en la
Cena] recitó el himno con los discípulos (Mt 26,30 par.).
«Hasta el final de su vida, acercándose ya el
momento de la Pasión (Jn 12,27s), en la última Cena (17,1-26), en la agonía
(Mt 26,36-44 par.) y en la cruz (Lc 23,34.46; Mt
27,46; Mc 15,34), el divino Maestro mostró que era la oración lo que le
animaba en el ministerio mesiánico y en el tránsito pascual. "Habiendo
ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos
clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue
escuchado por su reverencial temor" (Heb 5,7), y con la oblación
perfecta del ara de la cruz "perfeccionó para siempre a los
santificados" (10,14); y después de resucitar de entre los muertos,
vive para siempre y ruega por nosotros (+7,25)».
Hay otra faceta importante de la oración de Jesús,
que es el uso que hace de los salmos; pero de ella nos ocuparemos al tratar
del salterio.
3. JESÚS ERA TAMBIÉN MAESTRO QUE ENSEÑABA CÓMO SE
HA DE ORAR
Cristo Jesús enseñó a orar a sus discípulos no
sólamente con su testimonio personal, sino también con enseñanzas
explícitas, de las que destacaremos algunas.
a) La pureza de la intención. «Cuando oréis, no
seáis como los hipócritas, porque son amigos de hacer la oración puestos de
plantón en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse
delante de los hombres: en verdad os digo que firman el recibo de su paga.
Tú, cuando ores, entra en tu cuarto y, echada la llave, haz tu oración a tu
Padre, que mira lo secreto; y tu Padre, que está en lo secreto, te
premiará» (Mt 6,5-6; +Mc 12,38-40).
b) La unión de la mente con la voz. Jesús recuerda
el reproche terrible de Yavé (Is 29,13), cuando dice: «Este pueblo me honra
con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,8 par.). La
oración que sólo afecta a los labios, es una oración sin alma, que está
muerta. Es preciso, como bien dijo San Benito, «que la mente concuerde con
la voz» (+SC 90; OGLH 19).
c) La confianza en el Padre, y la consiguiente
brevedad en las palabras. «Cuando recéis, no charléis mucho, como los
paganos, que se imaginan que por su mucha palabrería serán escuchados. No
os parezcáis a ellos, pues vuestro Padre ya sabe qué os hace falta antes de
que se lo pidáis» (Mt 6,7-8). Los paganos, efectivamente, cuando oraban,
presionaban sobre Dios (fatigare deos) con sus interminables y exhaustivas
oraciones. Pero la oración cristiana ha de ser breve y sencilla, como
nacida de una confianza verdaderamente filial que se abandona en el Padre
providente (+Mt 6,25-32; Lc 12,22-30).
d) Otras enseñanzas. Jesús enseña la necesidad de
la oración (Lc 22,40; 6,28 par.), la oración en su nombre (Jn 14,13-14), la
oración de petición (Mt 5,44;7,7), la humildad (Lc
18,9-14) y la perseverancia en la plegaria (11,5-13). Pero la enseñanza de
Jesús más original e importante es la que se refiere al contenido mismo de
la oración, como veremos ahora.
4. JESÚS INSTITUYÓ Y NOS HIZO EL REGALO DE LA
ORACIÓN CRISTIANA
Con frecuencia hemos oído hablar de la
«institución» de los sacramentos por Jesús, en particular la Eucaristía.
Pues bien, Jesús instituyó también la oración característica de sus
discípulos, la oración de los hijos de Dios. Y no sólo la instituyó sino
que nos la regaló, como nos regaló el Espíritu Santo recibido del Padre en
la glorificación, la Eucaristía memorial de su Muerte y resurrección, y su
Madre santísima. La oración cristiana es un don de Cristo resucitado.
En las oraciones de Jesús que los textos
evangélicos nos refieren hay una actitud constante: la aceptación del
designio del Padre. En la admiración jubilosa (Mt 11,25), en la gratitud
más rendida (Jn 11,41-42), o en la turbación (12,27-28) y en la más honda
angustia, siempre hallamos expresada la fidelidad filial de Cristo ante el
Padre: «no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). En
ella sabe Jesús ciertamente que hallará su propia glorificación final (Jn
17,1.5).
No es, pues, la oración de Cristo ni la oración
cristiana un forcejeo con Dios, lleno de temores y ansiedades, no es
tampoco una evasión, sino precisamente todo lo contrario. El orante sabe
que por su oración y por su acción ha de integrarse profundamente en el
plan de salvación que Dios tiene sobre él mismo y sobre la humanidad. Todo
esto lo vemos formidablemente expresado en las primeras peticiones del
Padrenuestro.
En efecto, el Padrenuestro es el modelo supremo de
oración que Cristo enseñó a sus discípulos: «Cuando oréis, decid: Padre
nuestro...» (Lc 11,1-4). Los cristianos, rezando el Padrenuestro, podrán
hacer suyo el espíritu de Cristo orante. Para eso precisamente instituyó
Jesús el Padrenuestro: «Ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo» (Jn
13,15).
La Didaché, a finales del siglo I, refleja la
devoción de los cristianos primeros hacia el Padrenuestro: «así oraréis
tres veces al día» (VIII,3). La plegaria dominical,
es decir, la oración del Señor, que San Mateo enmarca en el Sermón del
Monte, donde Jesús proclamó en síntesis la Ley nueva, viene, pues, a
sustituir al Shemá, al menos en los círculos judeocristiano, próximos al
citado documento. Por cierto que hoy también la Iglesia dispone para cada
día tres momentos solemnes para el Padrenuestro: los laudes, la eucaristía
y las vísperas.
¡Abba! ¡Padre!, ésa es la clave de la oración que
Jesús comunica a sus discípulos como don supremo. En efecto, nosotros «no
sabemos orar como conviene», porque somos extraños a Dios; pero Jesús,
desde el Padre, nos comunica el Espíritu Santo, el Espíritu que nos hace
«hijos adoptivos, y que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15.26).
Ahora es cuando, hechos hijos de Dios en el Unigénito, «nos atrevemos a
decir: Padre nuestro...»
5. LA ORACIÓN DE LA COMUNIDAD PRIMITIVA
El testimonio vivo de la Iglesia primitiva tiene
para la vida cristiana una importancia muy grande, y concretamente en lo
que se refiere a la oración. El Señor Jesús, una vez resucitado, se
apareció a los apóstoles «durante cuarenta días, hablándoles de lo
referente al Reino de Dios», y «después de haber dado instrucciones por
medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al
cielo» (Hch 1,3.2). Pues bien, estos apóstoles fueron los que, en el nombre
de Jesús, enseñaron a orar y organizaron en el Espíritu de Jesús la oración
de las primeras comunidades cristianas. Ellos, por tanto, enseñaron para
siempre a la Iglesia cómo orar al Padre, en Cristo, bajo la acción del
Espíritu Santo.
Prestemos de nuevo atención a la OGLH 1:
«Ya en sus comienzos, los bautizados
"perseveraban en oir la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión,
en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2,42). Por lo demás, la
oración unánime de la comunidad cristiana es atestiguada muchas veces en
los Hechos de los Apóstoles.
«Testimonios de la Iglesia primitiva ponen de
manifiesto que cada uno de los fieles solía dedicarse individualmente a la
oración a determinadas horas. En diversas regiones se estableció luego la
costumbre de destinar algunos tiempos especiales a la oración común, como a
última hora del día, cuando se hace de noche y se enciende la lámpara, o la
primera, cuando la noche se disipa con la luz del sol.
«Andando el tiempo se llegó a santificar con la
oración común las restantes Horas, que los Padres veían claramente aludidas
en los Hechos de los Apóstoles. Allí aparecen los discípulos congregados a
la "hora tercia". El príncipe de los Apóstoles "subió a la
terraza para orar hacia la ora sexta" (10,9); "Pedro y Juan
subían al Templo a la hora de oración, que era la de nona" (3,1);
"hacia media noche, Pablo y Silas, puestos en oración, alababan a
Dios" (16,25)».
La perseverancia en las oraciones es, pues, una
nota cierta de la comunidad cristiana que surge de Pentecostés. Al igual
que Jesús, los primeros cristianos acudían al Templo y a la sinagoga,
aunque luego celebrasen la fracción del pan en sus casas particulares (+Hch
2,46-47). Guardaban, como hemos visto, la costumbre de rezar privadamente o
en común a ciertas horas de cada día. Y puede señalarse en esto que la
oración nocturna o vigiliar, iniciada por Jesús, fue costumbre, bastante
frecuente, original del cristianismo (+Hch 12,12;16,25).
Reunidos en la estancia principal de alguna casa cristiana, o también en
solitario, los cristianos primeros se dedicaban asiduamente a la oración.
La oración es dirigida ordinariamente al Padre
celestial, siguiendo la enseñanza de Cristo. Con el paso del tiempo, se
acrecienta en la comunidad eclesial la conciencia de que Jesús es el
mediador, el único lugar para adorar al Padre en Espíritu y verdad (+Jn
2,19-22;4,23-24). Y Cristo se va haciendo también
término de la oración cristiana. Podemos apreciar estos
matices progresivos examinado las doxologías, las bendiciones al
Padre por la obra realizada en Cristo, y los himnos cristológicos.
a) Las doxologías.
Son alabanzas a Dios, generalmente breves, que con
frecuencia vienen a concluir una oración. El Nuevo Testamento nos muestra
1. Doxologías dirigidas al Padre, como por ejemplo: «Y a Dios, nuestro
Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flp 4,20; +Rm 1,25;
Gál 1,5; Ap 4,8.11;11,17; etc.). 2. Doxologías
dirigidas al Padre, mencionando a Cristo: «A Dios, el único sabio, por
Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos!.
Amén» (Rm 16,27; +Ef 3,20-21). 3. Doxologías dirigidas al Padre y a Cristo
juntamente: «Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor,
gloria y poder por los siglos de los siglos» (Ap 5,13; +7,10). 4. Y
doxologías dirigidas a Cristo: «...nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A
él la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén» (2Pe 3,18)
b) Bendiciones al Padre por la obra salvadora de
Cristo.
Estas oraciones de bendición (berakáticas) suelen
comenzar por una invocación de alabanza, a la que sigue el recuerdo
enumerado (anámnesis) de los motivos para la gratitud hacia Dios, motivos
que se centran en Cristo, en la obra de salvación cumplida en él por el
Padre (Col 1,3-20; Ef 1,3-14; 1Pe 1,3-12).
Suelen ser oraciones claramente trinitarias, muy
semejantes a las plegarias eucarísticas. Quizá en alguna de éstas hallase
su punto de partida la bellísima oración bendicional con la que San Pablo
inicia la carta a los Efesios: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de
bienes espirituales y celestiales»... El Apóstol contempla y describe la
misericordia del Padre realizada en Cristo, y concluye: «Y también vosotros
habéis sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo prometido, el cual es
prenda de nuestra herencia, para alabanza de su gloria» (Ef 1,3-14). La
iniciativa del Padre, poderosamente eficaz en la gracia del Hijo
Jesucristo, actúa finalmente en los elegidos a través del Espíritu Santo
«para alabanza de su gloria». Y así, la acción de gracia iniciada por Dios,
desciende de Dios, a Dios asciende, y en él termina.
c) Los himnos cristológicos del Nuevo Testamento.
Son unos once himnos, compuestos en las comunidades
cristianas primeras, y recogidos en los escritos apostólicos, unas veces
como fragmentos integrados, otras como recomposiciones más o menos
elaboradas (Rm 8,28-29; Ef 5,14; Flp 2,6-11; Col 1,13-20; 1Tes 5,15-22;
1Tim 3,16; 6,15-16; 2Tim 2,11-13; Tit 3,4-8; Sant 4,6-10; 1Pe 1,3-5.20;
2,22-25; 3,18-22; 5,5-9). La actual Liturgia de las Horas ha recuperado la
mayor parte para las Vísperas (OGLH 43).
En estos himnos se aprecia claramente que Cristo
era objeto de oración y alabanza ya en las primeras comunidades cristianas,
y que al mismo tiempo en él hallaban el motivo central para la acción de
gracias al Padre. Y en todo el conjunto de estas oraciones de la Iglesia
primera que estamos considerando, es sin duda el Espíritu Santo, el que,
comunicando a los cristianos el espíritu filial, ora en ellos «según Dios»
(Rm 8,27): él es quien suscita la gran oración eclesial, «¡Abbá, Padre!
(8,15), quien hace posible decir «Jesús es Señor» (1Cor 12,3), y él es en
fin quien asiste a la Esposa que invoca al Esposo: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap
22,17.20; 1Cor 16,22).
6. EL IDEAL DE LA ORACIÓN ECLESIAL CRISTIANA
La OGLH vincula íntimamente la oración de la
Iglesia a la oración del Señor: él nos dió el ejemplo definitivo, y además
sólo por él puede nuestra oración llegar al Padre:
«La oración que se dirige a Dios, ha de establecer
conexión con Cristo, Señor de todos los hombres y único Mediador, por quien
tenemos acceso a Dios. Pues él de tal manera une a sí a toda la comunidad
humana, que se establece una íntima unión entre la oración de Cristo y la
de todo el género humano. Pues en Cristo y sólo en Cristo la religión del
hombre alcanza su valor salvífico y su fin» (OGLH 6).
En efecto, «Cristo une a sí a la comunidad entera
de los hombres, y la asocia a sí mismo en el canto de este himno de
alabanza» (SC 83). Ahora bien, esta unión se hace «especial y estrechísima
entre Cristo y aquellos hombres a los que él ha hecho miembros de su
Cuerpo, la Iglesia, mediante el sacramento del bautismo» (OGLH 7). Y así
llegamos a una cierta identificación entre la oración de Cristo y la de la
Iglesia: «En Cristo radica la dignidad de la oración cristiana, al
participar ésta de la misma piedad para con el Padre y de la misma oración
que el Unigénito expresó con palabras en su vida terrena, y es continuada
ahora incesantemente por la Iglesia y por su miembros en representación de
todo el género humano y para su salvación» (OGLH 7). Por pecadora y pobre
que sea una comunidad eclesial, no por ello su oración deja de ser la misma
oración de Cristo. La oración litúrgica de la Iglesia es siempre «en verdad
la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de
Cristo con su Cuerpo al Padre» (SC 84).
Merece la pena ahondar en la contemplación de este
tan gran misterio de la misericordia de Dios. Lo haremos con la ayuda de
San Agustín:
«No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que
el de darles por cabeza a su Verbo, uniéndolos a él como miembros suyos, de
forma que él es al mismo tiempo Dios uno con el Padre y hombre con el hombre.
Y así... nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por
nosotros, ora en nosotros, y es invocado por nosotros. Ora por nosotros
como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, y es
invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras
propias voces, y reconozcamos también su voz en nosotros» (Enarrat. in
psalm. 85,1: OGLH 7).
El concilio Vaticano II enseña expresamente que el
sacerdocio común de los fieles se ejerce así en la oración y en la acción
de gracias, así como en los sacramentos y en el testimonio de una vida
santa (LG 10). En efecto, el pueblo cristiano ha de tomar conciencia de
que, participando de la consagración sacerdotal de Cristo (Jn 17,19; Heb
1,9), ha sido hecho sacerdocio real (1Pe 2,9) y reino de sacerdotes (Ap
1,6l; +5,10). Por tanto, desde el bautismo cada cristiano está destinado en
Cristo Sacerdote a ofrecer al Padre el culto verdadero en Espíritu y verdad
(Jn 4,24-25).
A esta luz ha de contemplarse el misterio de la
Liturgia de las Horas.
FICHA DE TRABAJO
1. TEXTOS PARA MEDITAR:
Mt 6,5-13: La oración privada y pública.
Mt 7,7-11: Orar con confianza.
Mt 11,25-27: Oración de alabanza y gratitud.
Jn 12,27-28: Oración en la angustia.
Hch 1,14; 2,1-4.42: Oración en comunidad.
2. Textos para profundizar:
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2598-2625.
3. PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO:
1. ¿Qué me llama más la atención de la oración de
Jesús: su constancia, su manera de dirigirse al Padre, su conocimiento del
corazón humano, etc.?
2. ¿Hay conflicto entre mi oración personal y mi
oración en la comunidad y en la celebración litúrgica?
3. ¿Qué me sugiere el testimonio de la comunidad
primitiva arropada por la presencia de María en la espera del Espíritu?
4. ¿Qué hacer para trasladar este modelo a nuestras
comunidades?

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