3ª SEMANA DE ADVIENTO
Domingo
Este
Domingo manifiesta una gran alegría por la proximidad de la solemnidad de
Navidad: «Estad alegres siempre en el Señor; os lo repito: estad alegres.
El Señor está cerca» (entrada: Flp 4,4-5). Por eso la Iglesia
exhorta en la comunión: «Decid a los cobardes de corazón: sed
fuertes, no temáis, mirad a vuestro Dios, que va a venir a salvaros» (Is
35,4).
En
la oración colecta (Rótulus de Rávena), al Señor que ve cómo su
pueblo espera con fe el Nacimiento de su Hijo, le pedimos nos conceda
llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, de modo que podamos
celebrarla con alegría desbordante.
En
el ofertorio (Veronense) pedimos al Señor que, al presentarle
nuestras ofrendas, lleve a cabo en nosotros las obras de salvación que ha
querido realizar por el sacramento eucarístico. Y lo mismo se suplica en la
postcomunión (Gregoriano): «que la comunión que hemos recibido nos
prepare a las fiestas que se acercan, purificándonos del pecado».
Ciclo A
La
nota característica de este Domingo tercero de Adviento es la del gozo. Al
recorrer los formularios litúrgicos de este Domingo, nos encontramos con
términos que crean una atmósfera dilatada de gozo, de alegría: canto de entrada,
oración colecta… No se trata de una alegría frívola, vacía y pagana de
hombres irresponsables, sino de la alegría profunda de sabernos amados por
Dios y redimidos por Cristo. Esta alegría de nuestra fe nos lleva también
al gozo de darla a conocer a los demás.
–Isaías 35,1-6.10: Dios
vendrá y nos salvará. Al tiempo de la promesa ha seguido la plenitud de
la realidad. En Cristo Jesús, superado ya el tiempo de la esperanza, hemos
podido contemplar la belleza y la gloria de Dios Salvador. Él ha venido en
persona a salvarnos.
Tres
ideas principales se nos ofrecen en esta lectura: un nuevo Éxodo, el
renacimiento de una fe y el culmen de la salvación. Es una síntesis y una
conclusión de toda la Historia de la Salvación. Dios y su pueblo se han
reencontrado de nuevo. El retorno a la Tierra prometida significa la
esperanza escatológica que tiene como objeto el reino universal de Dios.
Todos hemos sido rescatados por Cristo. El Redentor nuevo, que se nos ha
dado, quiere que todos los hombres retornen a Dios con un gozo profundo y
perdurable.
–Con
el Salmo 145 expresamos
nuestro anhelo de salvación: «Ven, Señor, a salvarnos». El Señor
mantiene su fidelidad perpetuamente,
hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a
los cautivos. El Señor abre los ojos del ciego, endereza a los que se
doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a
la viuda…El Señor reina eternamente.
–Santiago 5,7-10: Mantenéos
firmes, porque la venida del Señor está cerca. La fidelidad, la
esperanza y la responsabilidad activa nos son ahora necesarias para
prepararnos a la segunda venida del Señor, de Cristo-Juez, y alcanzar de
este modo el fruto de la salvación: nuestra identificación con Él.
La
paciencia, fruto del Espíritu Santo, es el signo característico del
cristiano. Es un atributo de Dios: «Lento a la ira y rico en clemencia»
(Sal 102, 8). Mostrarse pacientes es la primera característica de la
caridad. Dios recompensa la paciencia fiel de sus héroes sufridos. Esto es
lo que vemos en tantos ejemplos bíblicos y en la misma historia de la
Iglesia.
–Mateo 11,2-11: ¿Eres tú el
que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Juan el Bautista envía
sus emisarios para cerciorarse de la realidad del Cristo-Mesías. Él es un
ejemplo viviente frente al riesgo de una vida frívola, vacía y
antievangélica por ignorancia de Cristo. ¡Cuántos hay en el mundo que aún
no lo conocen!
¿Qué
hemos de hacer? No podemos quedarnos con los brazos cruzados. Hemos de
hacer todo lo posible para que todos conozcan a Cristo y vayan a Él. Juan
solo se preocupa de que sus discípulos vayan a Jesús. «¿Eres tú el que ha
de venir o tenemos que esperar a otro?» ¡He ahí el gran interrogante de los
discípulos de Juan, del pueblo de Israel, de toda la humanidad! Y Jesús da
su respuesta, clara, dictada por la plena conciencia de su divina misión:
Sí,
soy yo. Y esto nos lo dice Jesús con hechos bien ciertos: «los ciegos
ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen,
los muertos resucitan, la alegre nueva es anunciada a los pobres» Un amor
práctico, desinteresado: he ahí el signo de todo cristianismo auténtico. En
Cristo ha aparecido el verdadero reino del amor que salva y ayuda, que se
entrega a los pobres, que se inclina hacia los enfermos y los cura, que no
retrocede ante los mismos leprosos y que domina la muerte.
Así
viene Él a nosotros, hoy y todos los días, para hacernos felices con su
amor. Y esto es lo que también hemos de hacer nosotros con los demás:
amarlos como Él los amó.
Ciclo B
Cristo
vino hace veinte siglos. No obstante todavía no lo hemos tomado en serio:
aún no tenemos exacta conciencia de la necesidad que tenemos de Él; aún no
hemos decidido conformar nuestra conducta con su doctrina salvadora y
santificadora; aún no estamos identificados plenamente con Él. Por todo
esto, el misterio de Navidad debe suponer para nosotros una revisión
auténtica y profunda de nuestra vida y conducta a la luz de Cristo.
–Isaías 61,1-2.10-11: Desbordo
de gozo con el Señor. Isaías proclama el anuncio de la venida de Cristo
como un tiempo de gracia, como un año jubilar que debe rehacer y renovar
exterior e interiormente nuestras vidas, en plena fidelidad al amor de Dios
Salvador. El principio que mueve al profeta es típicamente bíblico: Dios
quiere dar a su pueblo una gloria nueva y espléndida para mostrar así a las
naciones que lo habían humillado, que Él es poderoso y socorre a los
humildes.
Dios
no tiene necesidad de nadie para realizar sus proyectos, pero se complace en
utilizar a los hombres como sus instrumentos, incluso a los menos aptos.
Israel, concretamente, fue reducido casi a la nada y ahora es instrumento
válido para Dios.
Este
año de gracia sirve, pues, para consolar a los tristes, a los fieles
abatidos de que hablaba antes. En este año se ve la manifestación
misericordiosa de Dios. Una nueva era se abre para los afligidos de Sión,
los cuales dejarán la ceniza del duelo para recibir la diadema, el signo de
la alegría. La liberación está cerca. Esto es lo que nos inculca la
liturgia de hoy con estos textos bíblicos.
«¡El
Señor está cerca!» No tengáis miedo ni preocupación alguna. Más aún:
manifestadle a Él, en vuestras oraciones y en vuestras acciones de gracias,
todas vuestras inquietudes y preocupaciones. Él está cerca y viene como
Libertador y Salvador: «Señor, tú has bendecido a tu tierra y has destruido
el cautiverio de Jacob», es decir, del pueblo de Israel, que gemía en la
cautividad de Babilonia.
Sufrimos
actualmente la cautividad de la humanidad, y la de cada uno de nosotros,
pues siempre estamos necesitados de alguna liberación, de un progreso más
perfecto en la vida espiritual. Y por eso hoy, con la liturgia de la
Iglesia, clamamos: «¡El Señor está cerca!» ¡Pusilánimes, tened valor, no os
asustéis! ¡Alegraos continuamente!
Aun en medio de las necesidades y angustias, en medio de inquietudes
y sobresaltos, en medio de las dificultades y desalientos de la vida. ¡El
Salvador está cerca!
–Y
por eso entonamos también ahora con la Virgen María el Magnificat: «Proclama mi alma
la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha
mirado la humillación de su esclava… Su misericordia llega a sus fieles de
generación en generación… A los hambrientos los colma de bienes… Auxilia a
Israel, su siervo, acordándose de su misericordia». El espíritu de humildad
y alegría expresado por la Virgen
María en el Magníficat, es repetido de generación en generación. San
Ildefonso de Toledo le suplica con
gran ternura:
«Señora mía, dueña y poderosa sobre mí, Madre de mi Señor, Sierva de tu
Hijo, engendradora del que creó el mundo, a tí te ruego, te oro y te pido
que yo tenga el espíritu de tu Hijo... Tú eres la elegida de Dios, recibida
por Dios en el Cielo, próxima a Dios e íntimamente unida a Dios... Me llego
a ti, la única Virgen y Madre de Dios. Te suplico, la sola hallada esclava
de tu Hijo, que me otorgues también consagrarme a Dios y a ti, ser esclavo
de tu Hijo y tuyo, servir a tu Señor y a ti. A Él como a mi Hacedor, a ti
como Madre de nuestro Hacedor... Que ame a Jesús en aquél espíritu en quien
tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo...
«Alegrándome yo con los ángeles, gozoso con las palabras angélicas, me congratulo
con mi Señora, me alegro con aquélla de la cual el Verbo de Dios se hizo
carne, porque creí lo que ella conoció, porque conocí que es Virgen y
Madre, porque por medio de ella sucedió que la naturaleza de mi Dios se
viniese a mi naturaleza» (De Virginitate perpetua Sanctæ Mariæ I y
XII).
–1 Tesalonicenses 5,16-24: Que
todo vuestro ser, alma y cuerpo sea custodiado sin reproche hasta la
Parusía del Señor. La verdadera alegría cristiana, que nos proclama San
Pablo, es el gozo de ser de Cristo y para Cristo, y solo puede consistir en
la renuncia al mal y en la fidelidad amorosa al Espíritu de Jesús. Tal es
la voluntad del Padre para nuestra salvación.
La
alegría del cristiano consiste en comprobar la continua presencia
amorosa y solícita de Dios en la
propia vida, y en reconocer la posibilidad de responder por la gracia a su
amor. La oración cristiana no es solo de petición y acción de gracias, es
también de afectos y de coloquio contemplativo sobre las perfecciones
divinas. La oración, en su sentido más profundo, es fruto de la vida divina
que invade al hombre y hace de el un verdadero hijo de Dios. A Él le
llamamos Padre, y lo hacemos con toda propiedad.
–Juan 1,6-8.19-28: En medio
de vosotros hay uno que no conocéis. Con su vida y su mensaje de
purificación espiritual, el Bautista nos invita hoy a buscar con sincera
ansiedad a Cristo, actuante ya en nosotros por la gracia y el Evangelio.
Hemos de compenetrarnos con su Corazón sagrado. Comenta San Agustín:
«Le
preguntan los judíos: “¿Eres tú el Cristo acaso?” Si no fuera porque todo
valle ha de ser rellenado y todo monte rebajado, él hubiese encontrado la
ocasión para engañarles. Ellos querían escuchar de su boca lo que creían
respecto a él. Tan maravillados estaban de su gracia que, sin duda,
hubiesen creído lo que él les hubiera dicho… Pero hubiese perdido el mérito
propio…
«En
efecto, Juan no alumbra a todo hombre. Cristo sí. Juan reconoce que es una
lámpara, para que no la apague el viento de la soberbia. Una lámpara puede
encenderse y apagarse. La Palabra de Dios no puede apagarse, pero sí la
lámpara» (Sermón 289,4, predicado antes del año 410. Unas 16 veces
trata San Agustín de esto en sus Sermones. En el 380,7, dice que
Juan Bautista es la luz iluminada y Cristo la luz que le ilumina).
Ciclo C
La
liturgia de la palabra constituye hoy, en relación con otros textos
litúrgicos de este domingo, un pregón de alegría evangélica, cifrada para
el creyente, en el gozo íntimo de ser de Cristo, por vocación
predestinada y por el don de la fe. Es, además, la alegría de quien se sabe
destinado al encuentro con Jesucristo en su segunda venida.
La
próxima Navidad nos proclamará el misterio del Emmanuel –Dios con nosotros–
y la posibilidad que el misterio de Cristo nos ofrece: la alegría de vivir
ahora en la más entrañable intimidad con Él en su Iglesia a través de su
liturgia.
–Sofonías 3,14-18: El Señor
se alegrará en ti. En los días amargos de la cautividad de Babilonia,
el Espíritu puso en los labios de Sofonías un mensaje de esperanza para su
pueblo: Dios mismo habitará entre sus elegidos.
El
profeta subraya la responsabilidad de los dirigentes del pueblo: sacerdotes
y profetas son acusados severamente, pues se les atribuye la corrupción en
las diversas clases del pueblo. Pero también el pueblo es culpable. Solo
hay, pues, un remedio: la conversión, que se traduce en la
observancia de las normas de la ley. Justicia para con todos, que no se
oprima a los débiles, sino que se preste ayuda a los pobres, respeto a los
extranjeros, puntual cumplimiento de los deberes del culto para con Dios.
De
este modo se restablecerá la amorosa relación entre Dios y su pueblo, como
en los años más felices de la historia de Israel. El tono de estas palabras
hace resaltar más la alegría que Dios prepara a su pueblo elegido. El Señor
nos ama infinitamente y nos ayuda en todas nuestras necesidades. El Señor
está cerca.
Pues
bien, éste es el mismo Redentor que nació en Belén hace unos dos mil años.
Es el mismo que esperamos hoy como Libertador en su segunda venida, al fin
de los tiempos. Es el mismo que «transformará nuestra condición humilde,
según el modelo de su condición gloriosa» (Flp 3, 21).
«¡Ven,
Señor Jesús!» (Ap 22, 20), suplicaban los cristianos de los primeros siglos
y ahora lo hacemos también nosotros siempre en la celebración la
Eucaristía, después de la consagración. Y hoy, concretamente, hemos de
estar preparados a esa venida ante la proximidad de la Navidad. Hemos de
revestirnos de una cordial y santa bondad para con todos y cada uno de
nuestros hermanos, todos los hombres.
–Como
Salmo, cantamos con
el profeta Isaías: «El Señor es mi Dios y Salvador; confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor… Dad gracias al Señor, invocad su
nombre, contad a los pueblos sus hazañas» (Is 12).
–Filipenses 4,4-7: El Señor
está cerca. Vivir en la cercanía de Dios, en la intimidad del Verbo
encarnado, constituye la raíz más profunda de la alegría cristiana y la
clave de una vida destinada a la eternidad. Comenta San Agustín:
«¿Qué
es gozarse en el mundo? Gozarse en el mal, en la torpeza, en las cosas
deshonrosas y deformes. En todas estas cosas encuentra su gozo el mundo…
Por lo tanto, hermanos, “alegraos en el Señor”, no en el mundo, es decir,
gozaos en la verdad, no en la maldad; gozad con la esperanza de la
eternidad, no con la flor de la vanidad. Sea ése vuestro gozo dondequiera,
y cuando os halléis así, “el Señor está cerca; no os inquietéis por nada”»
(Sermón 171,4-5).
–Lucas 3,10-18: ¿Qué hemos
de hacer? La alegría de ser de Cristo nos da a todos una actitud de
sinceridad para adaptar nuestra vida incondicionalmente a la voluntad
amorosa de Dios: ¿Qué tenemos que hacer?
El
Adviento, en cuanto tiempo de preparación para Navidad, es decir, para el
encuentro salvífico con Cristo, entraña profundas actitudes penitenciales:
disponibilidad por la renuncia, disponibilidad por la esperanza,
disponibilidad por la alegría.
La
Virgen María es el modelo perfecto. Su Fiat decisivo y total es la
actitud de conversión más perfecta alcanzada por una criatura humana en la
historia de la salvación. «¡Alegraos en el Señor!» Él purificará y elevará
vuestros pensamientos, curará vuestra desmedida afición a lo terreno y
orientará hacia Dios vuestros afanes, vuestras preocupaciones, vuestro amor
y toda vuestra vida. «Olvidad vuestras preocupaciones». No os angustie el
tener que renunciar a las cosas terrenas y caducas. Depositad en Dios todas
vuestras inquietudes. Abrid de par en par las puertas de vuestro corazón al
Señor, que viene, que está en medio de nosotros, y decidle: «¡Muestra,
Señor, tu poder y ven a salvarnos!»
Lunes
En
la entrada, con
textos de Jeremías y de Isaías, decimos a todos los pueblos: «Escuchad la
palabra del Señor; anunciadla en las islas remotas. Mirad a nuestro
Salvador, que viene; no temáis» (Jer 31,10; Is 35,4). Y en la oración colecta
(Gelasiano), pedimos al Señor que escuche nuestra súplica e ilumine las
tinieblas de nuestro espíritu con la gracia de la venida de su Hijo.
En
la comunión pedimos al Señor que venga, que nos visite con su paz, y
entonces nos alegraremos en su presencia con todo nuestro corazón (Sal
105,4.5; Is 38,3).
–Números 24,2-7.15-17: Surge un
astro, nacido de Jacob. Lo anuncia la profecía de Balaán: «La estrella y
el cetro surgirán en Israel». La tradición judeo-cristiana ha interpretado
esa frase en referencia al Mesías. Ésos son símbolos de la realeza del
Cristo, del Hijo de David y Rey espiritual del pueblo elegido, la Iglesia,
que llevará a cabo la liberación de todos los hombres.
Entre
la palabra profética y Jesús, Verbo de Dios y cumplimiento de las promesas,
hay una relación de interpretación recíproca. Todas las frases de la
Escritura, llenas de la palabra de Dios, se comprenden solo si son
consideradas como referidas a Jesucristo. Y se comprende mejor a Jesucristo
cuando se le ve esperado por Abrahán, Moisés o David, según las promesas
que a ellos les hizo la Palabra divina.
A
los paganos que entran en la Iglesia, no se les imponen las observancias de
la ley mosaica y, sin embargo, su entrada es un ingreso en el pueblo de
Dios (Rom 11,16-24), una participación en la promesa, en la esperanza de
Israel (Ef 2,12). La importancia del Antiguo Testamento para la Iglesia
está en el hecho de que, si Dios habla siempre a cada hombre, esta palabra
consiste en proponerle a cada uno la única Palabra, pronunciada en la
historia: Jesús, hijo de Abrahán, Hijo de Dios. La meditación del Antiguo
Testamento y del Nuevo no es para el cristiano un gusto meramente arqueológico,
sino la búsqueda del propio presente y del propio futuro en la historia del
Israel de Dios.
–Con
el Salmo 24 pedimos
al Señor que nos enseñe sus caminos, que nos instruya en sus sendas, que
haga que caminemos con lealtad, porque Él es nuestro Dios y nuestro
Salvador. Le rogamos que recuerde que su ternura y su misericordia son
eternas, y que se acuerde de nosotros con misericordia, por su bondad. «El
Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a
los humildes».
Nosotros
solos nada podemos. Somos incapaces de conseguir nuestra salvación.
Necesitamos la luz, la gracia, la dirección, la fuerza del Salvador para
poder salir del pecado, para evitar recaer en el mismo y para crecer en la
gracia, practicar la justicia y la bondad sobrenaturales, para poder orar,
para poder vivir la vida divina, para poder ejercitar las virtudes, para
poder realizar obras meritorias, para poder progresar en la vida espiritual.
–Mateo 21,23-27: ¿De dónde
venía el bautismo de Juan? Jesús es la respuesta de Dios a las
esperanzas más profundas del hombre. La espera y la petición pueden llegar
a ser principio de la respuesta y de la escucha. Comenta San Agustín:
«Apareció la lámpara, huyeron las tinieblas. Efectivamente, aunque se
hallasen corporalmente presentes, huyeron [de la luz] con el corazón,
diciendo que ignoraban lo que sabían. Y la prueba de esa huída es el temor
del corazón. Temían que el pueblo los apedrease si decían que el bautismo
de Juan procedía de los hombres; pero temían también quedar convictos por
Cristo si decían que procedía del cielo. Huyeron, pues, confundidos.
Mencionado el nombre de Juan, temieron y, llenos de turbación, callaron…
«Así,
pues, a Cristo, nuestro Señor, se le preparó la lámpara: Juan Bautista. Sus enemigos, que le
interrogaban capciosamente, se alejaron confundidos, nada más aparecer la
luz de la lámpara. Pero, nosotros, hermanos, reconocemos al Señor gracias a
Juan Bautista, el precursor, y, más aún creemos en Cristo por el testimonio
del mismo Señor. Hagámonos cuerpo de la Cabeza que es Él, para que haya un
solo Cristo, Cabeza y Cuerpo, y así se cumplirá en nosotros, hechos unidad,
aquello: “sobre Él florecerá mi santificación”» (Sermón 308 A,7-8).
Cuanto
más miserables seamos por nosotros
mismos, más debemos volvernos hacia Él, más debemos orar, dar gracias,
rogar y suplicar sin descanso. Y el Señor nos librará. Está cerca con su
amor, con su misericordia, con su Corazón salvífico.
Martes
La
liturgia de hoy, en la entrada de la misa, nos anuncia y asegura que
«vendrá el Señor, y con Él todos sus Santos; aquel día brillará una gran
luz» (Zac 15,5.7). Por eso la oración colecta (sacramentario de
Bérgamo) pide al Señor, Dios nuestro, que, ya que por medio de su Hijo nos
ha transformado en nuevas criaturas, mire con amor esta obra de sus manos
y, por la venida de Cristo, su Unigénito, nos limpie de las huellas de
nuestra antigua vida de pecado.
–Sofonías 3,1-2.9-13: La
salvación del Mesías es para los pobres. El profeta anuncia la
aparición de un pueblo pobre y humilde que confiará en el nombre del Señor.
Ese día todas las naciones de los gentiles presentarán ofrendas al Dios de
Israel, el único Dios verdadero. Ser pobre es para Sofonías ser justo,
vivir sumiso a la voluntad de Dios. La indefectibilidad de Israel y, en el
Nuevo Testamento, de la Iglesia, está fundada sobre la fidelidad de Dios a
sus promesas. Esa fidelidad, a veces, no excluye, sino exige que Dios
rechace tentativas de reformas dirigidas por las autoridades que gobiernan
al pueblo, como en el caso de la reforma de Josías (2 Re 23,25-27).
Es
verdad que Dios ligó su causa a la de su pueblo, cuando estrechó un pacto
con él. Pero, si la Alianza llega a ser un motivo de autocomplacencia y de
orgullosa seguridad, el Señor, a través de la prueba de la humildad, guía a
su pueblo a la conversión, a la confianza. La humillación del pueblo no es
humillación de Dios. El Señor muestra su grandeza frente a Israel mediante
su juicio, pero igualmente lo muestra frente a los gentiles, a través del
juicio sobre Israel, manteniendo siempre su fidelidad a la Alianza, su
amor, su presencia en la historia.
Nosotros
somos ahora el pueblo pobre y humilde que confía en el nombre del Señor.
Él, como Cabeza, vive en nosotros, sus miembros; y por eso nos impulsa a
convertirnos en una viva irradiación de su bondad, de su alma, dulce y
nobilísima. Un cristianismo de bondad, de abnegación desinteresada, de
generosos servidores, de alegres operarios: he aquí lo quiere hacer de
nosotros la liturgia de este tiempo de Adviento, que nos prepara a la
solemnidad de Navidad.
–Dios
quiere obrar en nosotros una conversión constante, un perfeccionamiento
continuo de nuestra vida espiritual. Por eso decimos con el Salmo 33: «Bendigo al Señor en
todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el
Señor; que los humildes lo escuchen y se alegren. Contempladlo y quedaréis
radiantes, vuestro rostros no se avergonzará. Si el afligido invoca al
Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias… Cuando uno grita al
Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias».
Nosotros
a veces comprendemos muy mal nuestro cristianismo, nuestro vivir en Cristo
y en su Iglesia. Permanecemos todavía muy apegados a nosotros mismos, muy
cortos de espíritu, con gran egoísmo. Hemos de vivir más intensamente la
vida de Cristo en nosotros. En definitiva, hemos de convertirnos cada vez
con mayor perfección.
–Mateo 21,28-32: Los
publicanos y prostitutas creyeron en Juan. El cristiano verdadero se
compromete con Cristo. Cristo es radical en su llamada. Nos quiere llevar
por el camino de la cruz y quiere que le amemos más que a todas las cosas.
Hay cristianos que tardan en comprometerse, pero lo hacen (Nicodemo, la
Samaritana, Zaqueo...) Otros quisieran comprometerse, pero no se deciden a
dejarlo todo. Tratan de servir a dos señores: a Dios y al diablo.
Tenemos
necesidad de redención. No todo en nosotros es perfecto. Sintiendo con la
liturgia, nos consideramos hoy como noche, como tinieblas, como vasto, hórrido
y estéril desierto; como ciegos, paralíticos, mudos, pusilánimes; somos los
cautivos que languidecen entre las
cadenas del pecado, de las costumbres y aficiones desordenadas, de las
pasiones, del amor propio, de la propia estima, de la vanidad…
Todos
nosotros no somos todavía lo que debiéramos ser. En muchas cosas
permanecemos aún esclavos de muchas imperfecciones; no estamos
completamente libres para Dios, para Cristo, para un amor perfecto…
Necesitamos con urgencia al Salvador. Por eso la Iglesia en su liturgia de
Adviento grita: «¡Lloved, cielos, de arriba! ¡Nubes, mandadnos al Justo!
¡Ábrete, tierra, y germina al Salvador!»...
La
vida que Cristo nos da es una participación en la vida divina. Nosotros
disfrutamos de ella mediante la gracia de la filiación divina.
¡Verdaderamente estamos salvados! ¡Redención! La vida divina desciende
hasta nosotros y nuestra vida es elevada hasta lo divino. Ésta es la gracia
que esperamos en la Navidad del Señor.
Miércoles
Entrada:
«Ven, Señor, y no tardes. Ilumina lo que esconden las tinieblas y
manifiéstate a todos los pueblos» (Hb 2,3; 1 Cor 4,5). En la oración colecta
(Gelasiano), pedimos a Dios todopoderoso que la fiesta, ya cercana, del
Nacimiento de su Hijo nos reconforte en esta vida y nos obtenga la recompensa
eterna.
–Isaías 45,6-8.18.21-26: Ábrase
la tierra y brote al Salvador. El oráculo profético anuncia la llegada
de la salvación que será el Justo en persona, el Mesías, que trae la
victoria a su pueblo. Yavé se revela como el Señor único de la naturaleza y
de la historia. La creación es signo y escenario de la salvación, que
desciende y cala como el rocío, germina como un fruto de la tierra, con la
fuerza de Dios. San Buenaventura resume esta historia:
«Ya
en el principio de la creación de la naturaleza, colocados en el Paraíso
los primeros padres y justamente arrojados después por divino decreto en
pena de haber comido del fruto vedado, la soberana misericordia no dilató
el retraer al camino de la penitencia al hombre extraviado, dándole
esperanza de perdón en la promesa de un Salvador futuro. Y porque ni la
ignorancia o la ingratitud hiciesen ineficaz a nuestra salud tan grande
dignación de Dios, en las cinco edades de este siglo dejó de anunciar,
prometer y revelar con figuras la venida de su Hijo por medio de los
patriarcas, jueces, sacerdotes, reyes y profetas, desde el justo Abel hasta
Juan el Bautista, a fin de que, multiplicados en el discurso de muchos
miles de tiempos y de años los grandes y maravillosos oráculos, levantase
nuestras inteligencias a la fe e inflamase nuestros corazones con ardientes
deseos» (El árbol de la vida, Del misterio del origen I,2)
Solo
Dios puede salvar al hombre. A esa salvación invita a todos. Y es
Jesucristo el que de hecho realiza esa salvación universal. Estamos
habituados a pensar que Dios hace uso de las capacidades y de la actividad
de los cristianos para actuar en la historia. Pero el profeta Isaías
subraya que Dios se sirve a veces de instrumentos desconocidos y no
necesariamente santos. No podemos encerrar la acción de Dios en nuestros
pobres esquemas.
Todo
radica en la obediencia a la voluntad de Dios. El cristiano descubrirá el
valor de la sumisión a las circunstancias cuando la fe le revele en ello la
mano de Dios. Él sabrá esperar, no tanto las etapas de una evolución de la
que es artífice consciente, sino el tiempo de Dios. El Señor lo dice
claramente. Solo Él es el Dios único y verdadero. No hay otro.
Él
nos ha salvado por medio de Jesucristo. No podemos esperar otros
mesianismos. Dios es un juez justo y salvador y no hay ninguno más… Él lo
ha jurado por su nombre; de su boca sale una sentencia, una palabra
irrevocable: «Ante Él se doblará toda rodilla y por Él jurará toda lengua».
Todos hemos de proclamar: «Solo el Señor tiene la justicia y el poder». El
torrente de vida divina se desborda e invade a la naturaleza humana,
asumida por el Hijo al encarnarse entre nosotros. Abramos, pues, nuestra
alma a esta invasión de vida divina. Acerquémonos a ella, llenos de fe, de
veneración, de amor, de agradecimiento y de fervientes deseos.
–Al
volver de Babilonia, Israel experimentó una vez más el amor que Dios le
tenía. Dios anuncia la paz a su pueblo. Por el libertador Ciro la anuncia a
Israel en el destierro, por la venida de Cristo la anuncia al mundo
pecador; por su venida gloriosa la anunciará finalmente a todos los
hombres. ¡Que venga este anuncio de paz! ¡Que las nubes lluevan al Justo!
Así nuestra tierra dará su fruto.
Es
lo que pedimos con el Salmo 84:
«Voy a anunciar lo que dice el Señor. Dios anuncia la paz a su pueblo y a
sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará
en nuestra tierra. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la
justicia y la paz se besan. La fidelidad brota de la tierra y la justicia mira
desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su
fruto. La justicia marchará ante Él, la salvación seguirá sus pasos».
–Lucas 7,19-23: Jesús curó muchas enfermedades y libró
de malos espíritus. Para Juan, como para los cristianos contemporáneos,
vale el principio de que Dios escucha no nuestros deseos, sino sus
promesas. Nosotros, en general, creemos saber lo que Dios debería hacer
para ser Dios: y cuando la verdadera obra de Dios se manifiesta, no sabemos
reconocerla. Pero sigue siendo verdad que Dios es el Señor de la
historia, tanto de cada persona, cuanto del mundo, y dirige los
acontecimientos para servir a su designio de amor y de salvación.
Por
eso se ha de evitar una lectura superficial de los acontecimientos y hay
que procurar descubrir en todo el signo de la venida del Reino. Es objeto
de una especial misericordia divina quien no se escandaliza de Él. Para el
bien de los hombres Él realiza milagros, pero no quiere la popularidad.
Encarna la misión del Siervo que sufre. Él ha de morir en la cruz y
resucitar.
Jesús
se define por sus obras. Y éstas son signos de su misterio. Pero el
encuentro con Él nos introduce siempre en su misterio. Y por no avenirse a esto
muchos se escandalizaron de Él. No comprendieron la realidad sublime de su
misión santificadora. Y lo mismo sucede ahora. El encuentro con Jesucristo
se produce a través del misterio de la Sagrada Escritura, leída en la
Iglesia. El Vaticano II en la Constitución Dei Verbum, 10, da las claves definitivas de la fe que
salva: Escritura, Tradición y Magisterio.
Jueves
La entrada
de la misa hoy suplica: «Tú, Señor, estás cerca y todos tus mandatos son estables;
hace tiempo comprendí tus preceptos, porque Tú existes desde siempre»
(Salmo 118,151-152). En la oración colecta (Gelasiano), pedimos al
Señor que alegre con la venida salvadora de su Hijo a los que somos sus
siervos indignos, afligidos por nuestros pecados.
–Isaías 54,1-10: El amor de Dios para con su pueblo es
indefectible. Dios mismo será quien redima a su pueblo, ofreciéndole
una Alianza de paz. El tema de los desposorios ha sido en algunos profetas
signo de la unión del alma con Dios. Por el pecado, la esposa se ha
mostrado infiel. Esta ruptura con Dios es, por tanto, como un adulterio.
Pero el Señor, en su gran amor misericordioso, reanuda ese lazo de amor
esponsal. Es bien conocida la historia de los pactos entre Dios e Israel,
la infidelidad de éste, y la restauración del pacto por parte de Dios,
siempre fiel a la Alianza.
Así
también sucede con cada alma rescatada. Redimida por el bautismo, rechaza
luego el amor de Dios por el pecado. Pero Dios la atrae de nuevo con el
perdón de su misericordia. Los místicos han vivido a fondo esos desposorios
del alma con Dios. Escribe Santa Teresa:
«Ya
tendréis oído muchas veces que se desposa Dios con las almas
espiritualmente. ¡Bendita sea su misericordia que tanto se quiere humillar!
Y, aunque sea grosera comparación, yo no hallo otra que más pueda dar a
entender lo que pretendo, que el sacramento del matrimonio. Porque, aunque
de diferente manera, porque en esto que tratamos jamás hay cosa que no sea
espiritual –esto corpóreo va muy lejos, y los contentos espirituales que da
el Señor, y los gustos, al que deben tener los que se desposan , van mil
leguas lo uno de lo otro), porque todo es amor con amor, y sus operaciones
son limpísimas y tan delicadísimas y suaves, que no hay cómo se decir; mas
sabe el Señor darlas muy bien a sentir» (5 Moradas 4,3).
«Gran
misterio es éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef 5,32). El
desposorio da acceso al alma a un estado superior y lo prepara a la unión
perfecta con Dios.
–Ante
el anuncio de la salvación, cantamos al Señor con el Salmo 29: «Te ensalzaré,
Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de
mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a
la fosa. Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante, su bondad de por vida; al atardecer nos visita
el llanto, por la mañana el júbilo. Escucha, Señor, y ten piedad de mí».
Mis deseos son estar siempre contigo, unido siempre a ti con un inmenso amor
que solo Tú puedes darme.
–Lucas 7,24-3: La misión de
Juan fue abrir el camino a Jesucristo. Vivió la tragedia de los
perseguidos por confesar la verdad. Solo los humildes y los pecadores
entendieron su mensaje. Juan vivió solamente para anunciar al que había de
venir. Es nuestro modelo en el seguimiento de Cristo. Vivamos solo para Él.
Comenta San Agustín:
«Reconózcase, pues, el hombre humilde: reconozca por la confesión del
pecado que el Dios excelso se ha humillado, y así sea exaltado por la
consecución de la justicia. Hay, por tanto, dos realidades: el Señor y
Juan, la humildad y la grandeza. Dios, humilde en su grandeza; y el hombre
humilde en su debilidad. Dios humilde por el hombre, y el hombre humilde
por sí mismo. Dios hecho humilde en beneficio del hombre, y el hombre
humilde para no hacerse daño… Disminuya, pues, la honra del hombre y
aumente la de Dios, para que el hombre encuentre su honra en la honra de
Dios» (Sermón 380,7-8).
Cristo
hace ver que Juan Bautista no solo es un profeta, sino más que cualquiera
de ellos, porque es el Precursor del Mesías. Los otros vieron al Mesías
desde lejos en sus vaticinios, pero el Bautista lo presenta oficialmente al
pueblo. Por eso se cumple la profecía de Malaquías, interpretado por los
Rabinos: que Elías en persona presentaría y ungiría al Mesías. Ésta fue la
obra de Juan: presentarlo y ungirlo en el bautismo que lo proclamaba
Mesías. Preparó Juan los caminos morales para la venida de Cristo. Pero el
ingreso en el reino es superior que la preparación al mismo. En el Nuevo
Testamento tenemos la realización del Antiguo. Por lo mismo, aquél es
superior a éste, como la Ley de Cristo lo es con respecto a la de Moisés.
Viernes
Comenzamos
con la siguiente aclamación en el canto de entrada: «El Señor viene
con esplendor a visitar a su pueblo con la paz y comunicarle la vida
eterna». En la colecta (Veronense), pedimos al Señor que su gracia
nos disponga y nos acompañe siempre; así los que anhelamos vivamente la
venida de su Hijo, a su llegada encontremos auxilio para el tiempo presente
y para la vida futura.
–Isaías 56,1-3.6-8: El Señor
salva a judíos y a extranjeros. En un oráculo, en el que se anuncia que
Dios acepta como fieles suyos a todos los pueblos, se proclama que su
salvación está para llegar ya y su victoria a punto de revelarse. Según el
Nuevo Testamento, es Cristo quien trae esta anunciada salvación de Dios, el
mismo que, en expresión de San Pablo, es justicia de Dios (1 Cor 1,30) para
salvación de todo el que cree, sea judío o gentil (Rom 1,16). Basta
practicar el derecho, hacer justicia, reconocer a Dios y someterse a Él,
entregarse a Él con todo el corazón, mediante la fe en Cristo Jesús y ser
recibido en el bautismo.
La
observancia del derecho divino y de modo particular del sábado, tiene su
fundamento en la espera de la salvación y del juicio de Dios. Y esto no
tanto porque la observancia constituya un título merecedor de la salvación
futura, cuanto porque en la celebración del sábado, según la teología de
Israel, se anticipa y se pregusta el sábado eterno, la presencia definitiva
de Dios gozada en su Casa.
Israel
sabe vivir en una realidad provisional, en la cual es llamado al trabajo y
a la fatiga. Pero el sábado, el cese del trabajo, es indicio de la
presencia de Dios entre su pueblo; es dar lugar a Dios, a su obra de orden
y de armonía, de justicia y de paz. Es obra aún velada e inicial, pero que
lleva consigo la promesa del cumplimiento. En ese cumplimiento es donde
está realmente la salvación que el Antiguo Testamento añora y anhela.
Es
un gran misterio que cuando llegó a Israel la verdadera salvación, la
realidad que esperaba, solo un grupo reducido la aceptó. Pero sigue siendo
verdad que él fue el pueblo elegido. Por eso hemos de orar mucho por ese
pueblo, para que se entregue a Cristo.
–Pronto va a venir la salvación, pero
se trata de una salvación universal y sin fronteras, que abarca a todos los
hombres que buscan a Dios con sincero corazón. Este misterio no fue
entendido por la mayoría de los judíos, y a veces tampoco por algunos
cristianos. Sin embargo, el Salmo
66 canta abiertamente: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que
todos los pueblos te alaben. El Señor tenga piedad y nos bendiga. Conozca
la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. Que canten de alegría
las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con
rectitud y gobiernas las naciones de la tierra. La tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta
los confines del orbe» con santa devoción.
–Juan 5,33-36: Juan es la
lámpara que arde y brilla. Entre los testigos de Cristo, uno de los más
fidedignos es Juan el Bautista. Pero el testimonio más apodíctico de Cristo
son sus propias obras. Para los judíos de su tiempo el Bautista era una
lámpara que ardía y brillaba. Él era el precursor. Su misión era mostrar
oficialmente a Cristo. El prestigio que el Bautista tuvo entonces en Israel
fue excepcional. No solo se refleja en los Evangelios, sino que es recogida
también por el historiador judío Josefo.
Juan
negó que él fuera el Mesías. Solo tenía la misión de señalarlo. Tenían que
haberlo recibido, ya que apelaban a un testimonio humano. Mas aquella
embajada de los judíos al Bautista fue una frivolidad sin efecto alguno.
Juan era la lámpara, que arde y alumbra en la noche a falta del sol. Buena
era la lámpara, la misión del Bautista, como buena es la luz de la lámpara
al anochecer. Pero no quisieron verla. Cerraron los ojos. No supieron
seguirla para encontrar el camino que conduce a Cristo. Solo unos pocos
judíos reconocieron a Cristo y lo siguieron.
Pero,
además de la luz de esta lámpara, existía el resplandor mucho mayor de las
obras de Cristo. Y tampoco los judíos quisieron abrir los ojos a esas
espléndidas realidades que Cristo manifestaba con su doctrina y sus
milagros. San Juan Crisóstomo afirma que la soberbia y la incredulidad les
cegaron:
«Hay
motivo sobrado para maravillarse y quedar perplejo si se considera que
quienes habían sido educados con los libros proféticos y escuchado a diario
a Moisés y a los profetas de las épocas siguientes, que tantas cosas habían
predicho acerca de la venida de Cristo, cuando vieron a Cristo mismo obrar
prodigios constantemente... después de que fueran obrados tantos prodigios
en su provecho, a pesar de haber escuchado a diario la lectura de los
profetas y la propia voz del mismo Cristo, que les enseñaba sin concederse
reposo, fueran ciegos y sordos hasta el punto de no permitir que ninguna de
esas cosas les llevara a aceptar la fe en Cristo...
«Escuchad a San Pablo, que nos da la explicación: “ignorando la justicia de
Dios, buscaron establecer su propia justicia sin someterse a la justicia de
Dios” (Rom 10,3)... O sea, que la causa de sus males fue la incredulidad. Y
la incredulidad, por su parte, era resultado de su soberbia y
obstinación... Nada aleja tanto de la benevolencia de Dios y nada arrastra
tantas almas a la eterna condenación como la tiranía de la soberbia. Cuando
nos domina, toda nuestra vida se hace impura, por mucho que practiquemos la
castidad, la virginidad, el ayuno, la plegaria, la limosna y el resto de
las virtudes... El Dios de los humildes, mansos y bondadosos os dé a
vosotros y nosotros un corazón contrito y humillado» (Homilía IX sobre
el evangelio de San Juan)
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