|
HISTORIA DE LA SALVACIÓN |
CAPITULO 6
UNGIDOS DE YAHVEH: DAVID Y LA MONARQUÍA
DATOS HISTÓRICOSYa
hemos visto cómo la conquista de Canaán fue lenta y progresiva. Poco a poco,
las tribus se van instalando en la Tierra prometida. Durante bastante tiempo
-unos 200 años- cada tribu conserva su autonomía y su independencia. Pero se
sienten hermanas, aglutinadas por un vínculo religioso en torno al principal
santuario común en Silo donde también hay una especie de consejo de ancianos
para dirimir los posibles litigios entre las tribus. Esta hermandad se
expresa también en la ayuda militar que se prestan mutuamente cuando alguna
de las tribus se encuentra amenazada por los enemigos de alrededor. Esta es
la situación que refleja el libro de los Jueces. Sin
embargo, esta situación es bastante precaria. Y se percibe sobre todo ante la
amenaza y la presión de los filisteos. Este pueblo llegado a Palestina poco
después de los hebreos e instalados en la franja costera suroccidental,
pretende hacerse dueño del territorio ocupado por las tribus israelitas. Ante
la presencia de este enemigo, superior en fuerza y en técnica guerrera, las
tribus deciden unirse bajo una cabeza común. Esto ocurre a finales del siglo
XI a.C., cuando Samuel unge a Saúl como primer rey de Israel. Tras
una serie de actuaciones fulgurantes que consolidan al pueblo de Israel, Saúl
cae en desgracia; una serie de actuaciones desacertadas, fruto de su
desequilibrio psíquico -usurpación de las funciones sacerdotales, persecución
de David, asesinato de los sacerdotes de Nob...- le hacen caer
en descrédito. Cuando mueren él y su hijo Jonatán luchando con los
filisteos en los montes de Gelboé, David es aclamado rey. David
reina en Hebrón durante siete años como rey de Judá, pero finalmente es
aceptado como rey también por las tribus del norte. Con David se afianza la
unidad de las tribus y el poderío de Israel. Conquista los enclaves cananeos
que todavía permanecían en el territorio israelita desde la época de la
entrada de las tribus en Canaán. Conquista Jerusalén y la convierte en
capital religiosa y política de Israel con gran acierto, pues hace de bisagra
entre las tribus del norte y las del sur. Sobre todo, libera a Israel de manera
defini tiva de la presión de los filisteos, convirtiéndolos en vasallos.
Finalmente, unificado y consolidado el reino, la emprende con los enemigos de
alrededor que tanto habían molestado a Israel en épocas anteriores; así
somete a Amón, Moab, Edóm, las tribus arameas y los sirios. Por
medio del profeta Natán, Yahveh sella alianza con David (2 Sam. 7),
concretando la alianza establecida con todo el pueblo y prometiéndole que sus
descendientes reinarán por siempre como ungidos de Yahveh. A
David le sucede su hijo Salomón, que conserva la unidad y estabilidad del
reino, alcanzando un notable desarrollo económico y construyendo el templo de
Jerusalén. Pero a su muerte (año En
realidad, el descontento ya existía durante el reinado de Salomón. El lujo y
la fastuosidad de su corte le llevaron a exigir impuestos desmedidos e
incluso prestaciones personales. A su muerte, las tribus del norte exigen a
su hijo Roboán una mejora de las condiciones de vida; pero como el nuevo rey
no accede, mostrándose inflexible, las diez tribus del norte se rebelan y se
independizan acaudillados por Jeroboam. INFIDELIDAD DEL PUEBLO Y FIDELIDAD DE DIOSEl
libro de los Jueces interpreta la etapa que nos relata desde una perspectiva
simple pero esencial (Jue. 2,11-19): una y otra vez el pueblo se aparta de su
Dios cayendo en la idolatría y entonces Yahveh los entrega en manos de sus
enemigos; ante las calamidades que le afligen el pueblo clama a su Dios y
este les envía un juez que les liberte. Dentro
de su simplismo está subyaciendo algo fundamental: que a lo largo de su
historia el pueblo es infiel una y otra vez y que Yahveh, en cambio,
permanece fiel hasta el punto de que se sirve de las mismas
calamidades que afligen al pueblo -fruto de sus propias opciones y de su
alejamiento de Dios- como reclamo para que el pueblo recapacite y vuelva a su
Dios (cfr. en este sentido el precioso texto de Os. 2). Y
en la etapa de la monarquía la historia se repite. El pueblo cae en el
peligro advertido en Dt. 8,7-20: en vez de acoger la Tierra y todo lo que
conlleva como don de Dios que debe conducirles a bendecir a Yahveh, el pueblo
se apropia ese don, se hace autosuficiente, se instala en la Tierra y se
olvida de su Dios; la consecuencia es que al olvidar a Yahveh y desoír su
voz, al dar culto a otros dioses, el pueblo acaba pereciendo. Pero el pueblo
no aprende la lección. Y el segundo libro de los reyes explicará que la ruina
definitiva del reino de Israel se deberá a los reitera dos pecados del pueblo
y de sus reyes (2Re. 17,7-23). Pese a lo cual triunfará la fidelidad de Dios
y su misericordia, pues el mismo destierro servirá a Israel de purificación y
renovación, como veremos. YAHVEH REY Y SU UNGIDOVarios
salmos (p. ej. 93,96,97,99) aclaman a Yahveh como rey. Con su profundo
sentido religioso el pueblo de Israel estaba convencido de que ellos eran un
pueblo santo, un reino de sacerdotes (Éx. 19,6) y que el Señor era su único
Sobera no. Por
eso se entienden las resistencias a tener un rey humano. Cuando al ver las
campañas realizadas en favor del pueblo, los israelitas quieren proclamar rey
a Gedeón, este responde: «No seré yo el que reine sobre vosotros, ni mi hijo;
Yahveh será vuestro rey»
(Jue. 8,23). Y cuando a Samuel anciano le piden un rey para ser como los
demás pueblos, Dios mismo le dice: «no
te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos»
(1Sam. 8,7). Sin
embargo, al mismo tiempo el propio Samuel acaba entendiendo que las
circunstancias históricas piden una nueva organización del pueblo y que en
ellas se manifiesta la voluntad de Yahveh. Unge rey a Saúl, a quien Yahveh
mismo ha elegido (1Sam. 9), quedando como persona consagrada, instru mento y
representante personal del Señor. Y después de él, David y los demás reyes de
Israel serán también ungidos y constituidos lugartenientes de Yahveh. Los
reyes de Israel tendrán no sólo el poder militar y el gobierno, sino también
el judicial (la primera cualidad de un rey es ser justo: Sal. 72,1-2; Prov.
16,12) e incluso será responsable del culto (2Sam. 24,25) y llegará a
realizar actos sacerdotales (2Re. 16,12-15). Entre
estos dos aspectos no hay en realidad contradicción. Si por un lado el rey es
representante personal de Yahveh, hasta el punto de ser adoptado por Él como
hijo (Sal. 2,7); 110,3) y de que su persona encarna el bien de sus súbditos y
de que la prosperidad del país depende de él (Sal.72), por otro lado tampoco
es un dios (cfr. 2Re. 5-7; Ez. 28, 2.9); a diferencia de lo que ocurría en
otros pueblos vecinos en que el rey era divinizado -el ejemplo más claro es
Egipto-, la religión de Israel con su fe en Yahveh, Dios personal, único y
trascendente, hacía imposible toda divini zación del rey. El rey era
representante personal de Yahveh: nada menos, pero nada más. La unción
engrandecía al rey, pero a la vez le relativizaba, siendo Yahveh el único
Rey. Cuando un rey humano pretenda usurpar el lugar de Dios y deje de
respetar los derechos de Dios será duramente juzgado, pues aunque es persona
sagrada no es intocable: según su fidelidad a la alianza, los profetas se
encargarán de realizar ese juicio. DAVID, EL REYDespués
del fracaso y la decepción del reinado de Saúl, David encarnará el ideal de
la monarquía, conciliando el aspecto profano con el religioso y su condición
de jefe político con la de ungido de Yahveh. En
él resalta en primer lugar la elección gratuita y libre por parte de Dios.
David es un muchacho que pastorea el rebaño de su padre; es el más pequeño de
los hijos de Jesé. Y sin embargo es el elegido por Yahveh como rey de su
pueblo. Dios no elige al más fuerte, al que se encuentra humanamente más
preparado, sino lo más débil, para manifestar su poder en la debilidad (cfr.
1Cor. 1,26-31; 2Cor. 12,8-10):»la mirada de Dios no es como la mirada del
hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón».
(1Sam. 16,7). Ciertamente
David cometerá pecados (2Sam. 11;24). Pero su grandeza consistirá en
permanecer delante de Dios, en no enorgullecerse: «Mi Señor Yahveh, ¿quién
soy yo y qué es mi casa para
que me hayas traído hasta aquí?» (2Sam.
7,18). Su fuerza le viene de Dios, del espíritu de Yahveh que le unge y hace
de él otro hombre (1Sam. 16,13; cfr. 10,6). Esto
se pone de relieve particularmente en el combate contra Goliat (1Sam. 17),
episodio que resulta emblemático de toda la vida y actividad de David. El
pueblo de Israel es atacado por un enemigo superior a sus fuerzas que le hace
temblar (v. 11). Pero el desprecio y agresión al pueblo de Dios (v. 10) es en
realidad desprecio y agresión a Yahveh mismo (v. 36). Por eso David se lanza
a la batalla en notable inferioridad (vv. 38-44) pero contando con el auxilio
de Yahveh (v. 37), como él mismo proclama: «Tú vienes a mí con espada, lanza
y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los
ejércitos de Israel, a los que has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en
mis manos... y sabrá toda la tierra que Israel tiene un Dios, y toda esta
asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahveh, porque este
es un combate de Yahveh y os entrega en nuestras manos» (vv. 45-47). Además
de su grandeza de ánimo perdonando la vida de Saúl que pretendía eliminarle a
él y respetando al «ungido de Yahveh» (1Sam. 24,7.11;26,9.16), destaca
también su adhesión a la voluntad de Dios manifestada en los acontecimientos;
con ocasión de la revuelta de su hijo Absalón, exclama: «Si he hallado gracia
a los ojos de Yahveh, me hará volver y me permitirá ver el arca y su morada.
Y si Él dice: ‘No me has agradado’ que me haga lo que mejor le parezca» (2Sam.
15,25-26; cfr. 16,9-12). JESÚS, HIJO DE DAVIDA
través del profeta Natán la alianza de Yahveh con todo el pueblo se concreta
en alianza con David y su descendencia (2 Sam. 7). La promesa, que
inmediatamente se refiere a un hijo concreto de David, su sucesor Salomón,
tiene una amplitud incomparable: «Tu casa y tu reino permanecerán para
siempre ante mí y tu trono estará firme eternamente» (cfr. Sal. 89; 1Cron.17). Ante
la experiencia reiterada de reyes malvados e ineptos, ante el hecho de que
ningún sucesor de David cumple la esperanza recogida en esos textos, y dado
que los textos mismos están abiertos a una plenitud mayor, poco a poco se va
abriendo camino la esperanza de que irrumpirá el poder de Yahveh suscitando
un sucesor de David con el que se realizará plenamente la esperanza
mesiánica. Tanto los profetas (Is. 7,14-17; 9,1ss; 11,1ss; Ez.34, etc.) como
los salmos reales (Sal. 2; 72; 110;) apuntan a un Rey, Sacerdote e Hijo de
Dios, que establecerá un reinado eterno y universal realizan do la
restauración de todo. Cuando
haya desaparecido la monarquía davídica, este ideal mesiánico se irá
aquilatando y purificando; ya no se esperará un monarca más, por perfecto que
fuera, sino un rey ungido por Yahveh a través del que Dios mismo actuará con
todo su poder realizando su plan de salvación en favor de su pueblo,
salvándole no ya de los enemigos políticos, sino del pecado y de todas sus
consecuencias. Esta
expectativa, que se fue intensificando con el paso de los siglos, se ha
cumplido en Jesús. Él es el hijo de David (Mt. 1,1.20; Lc. 1, 27.32) y como
tal es reconocido por el pueblo sencillo (Mt. 2,1-6; 21,9); sin embargo, a la
vez que hijo, es Señor de David (Mc. 12,35-37). Él es el Ungido (= Mesías =
Cristo), sobre el que reposa en plenitud el Espíritu de Dios (Mc. 1,10; Lc.
4,18) hasta el punto de poder bautizar a todos con Espíritu Santo (Mc. 1,8).
Él es plenamente Rey, aunque ciertamente su reino no es de este mundo (Jn.
18,33-37); no se realiza por el dominio despótico y tiránico sobre los demás,
sino mediante el servicio y el don sacrificado de la propia vida (Mc. 10,
41-45). Si Jesús rechaza el título de Rey, de Mesías, de hijo de David,
durante su vida en condición terrena es por las implicaciones
político-naciona listas que suponía. En cambio, después de su muerte,
resurrección y ascensión Jesús es entronizado y exaltado por Dios a su
derecha como Rey (Hech. 2,22-36; Fil. 2,6-11); ahora puede ser proclamado
abiertamente Rey, aunque su reino sólo alcanzará su consumación plena al
final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos y reine poniendo a todos
sus enemigos bajo sus pies (1Cor. 15, 23ss; Col. 3,1; Ap. 22,4-5.16) |
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |